viernes, 15 de julio de 2011

Breve presentación de los tres registros de Simbólico, Imaginario y Real en relación a las estructuras psicopatológicas por José Milmaniene



Un factor teórico de importancia que incidió en cierta reticencia inicial para aceptar la teoría de Lacan, es que éste reformula la  clásica metapsicología freudiana (Freud, 1923) de las tres instancias psíquicas Yo-Superyo-Ello, al  proponer  la fecunda  categorización de los tres registros de  Simbólico,  Imaginario y  Real.
Así el “nuevo acto psíquico” que Freud enuncia en Introducción del narcisismo (1914)  y que  sitúa entre el autoerotismo y el  narcisismo,  es descripto por Lacan como el “estadio del espejo”, fundamento  del orden Imaginario y del Yo.
El  Yo se constituye como producto de la alienación en su propia imagen especular, reflejada por la mirada materna, de modo tal que este registro permite dar cuenta  de todos los fenómenos clínicos ligados a la  agresividad, a las proyecciones y retornos paranoides, a los fenómenos del doble , al transitivismo , al fetichismo de las imágenes , a las enajenaciones narcisistas en la pura forma, a las manifestaciones regresivas propias de las psicosis - los signos del espejo-, a los trastornos de la imagen corporal , a la fascinación patológica que procuran los enamoramientos pasionales ,a las fantasmagorías terroríficas del cuerpo fragmentado,  al tratamiento cósico-especular de los significantes,   a los fenómenos de seducción escópica, al simulacro de los semblantes, a las escenificaciones actuadas, a las mímesis y a  las falsificaciones de las apariencias.
 Debemos consignar tal como lo hace Didi-Huberman (2004, pp.122-125) el doble régimen del funcionamiento de las imágenes, en tanto éstas operan tanto como imágenes-velo e imágenes-jirón: “Son a veces el fetiche y otras el hecho, el vehículo de la belleza y el lugar de lo insostenible, la consolación y lo inconsolable. No son la ilusión pura, ni toda la verdad, sino ese latido dialéctico que agita al mismo tiempo el velo y su jirón […] No la imagen- velo del fetiche, sino la imagen-jirón que deja que surja un estallido de realidad”.
Se entiende que el  si bien orden  imaginario bien vela y opaca la realidad, constituye a la vez un medio para acceder a la legibilidad del registro simbólico que lo determina  - constituido por  leyes, normas, mandatos, reglas explícitas o implícitas, costumbres, tradiciones, modos y  estilos- y que fuerza a  la renuncia del goce pulsional, y a la consecuente inscripción del sujeto en el discurso y en mundo del deseo.
Lo Real  consiste en el “núcleo duro traumático” que resiste a la simbolización, y que produce efectos en tanto resto imposible  de subjetivar, es decir, se trata de  un vacío en pleno  orden simbólico, núcleo no histórico, asiento residual de la Cosa materna –das Ding presimbólica, “producido” retroactivamente por la significación. Así escribe Zizek en relación a ese objeto real que no puede ser objetivado ni dominado (1992, p.234): “ La fórmula lacaniana para este objeto  es objeto petit a, este punto de Real  en el corazón mismo del sujeto  que no puede ser simbolizado, que es producido como un residuo, un remanente , un resto de toda operación significante , un núcleo duro que incorpora la aterradora jouissance, el goce , y como tal, un objeto que simultáneamente nos atrae y repele – que divide nuestro deseo  y nos provoca por lo tanto vergüenza”. De modo tal que el sujeto es una “respuesta  de lo Real” , dado que se organiza como  escindido  frente a su  propio punto de imposibilidad traumático,   conformado  por las representaciones  fallidas que devienen  del límite, que siempre  impone la no consecución del objeto que lo causa . 
Lo Real  es el imposible goce, que tiene estatuto de objeto, y que produce en determinadas circunstancias  –signadas por la forclusión del significante del Nombre-del-Padre-,    efectos patológicos  de retorno en la realidad subjetiva, tal como lo evidencian las voces obscenas del Superyó, las lesiones psicosomáticas y las alucinaciones. Entonces lo que no logra ser simbolizado retorna en lo real, tal como acontece con las metáforas literalizadas en las psicosis, y los núcleos irreductibles a la metaforización en las perversiones, los  que dan cuenta de una fallida inscripción de la castración.
La metapsicología clásica de Freud encuentra en los tres registros un renovado modo de formalización, que no la cuestiona sino que la recrea en sus fundamentos. Así a partir de Lacan se pueden teorizar con mayor rigor los conceptos de acto, acting  y pasaje al acto, de modo tal que el acto supone la asunción del propio deseo, que deriva en un efecto de sujeto; el acting implica una salida reversible del registro simbólico, siempre con una intensión mostrativa al Otro; y el pasaje la acto conlleva la caída irreversible del orden simbólico, dada una fuerte identificación del sujeto con el objeto a, tal como lo evidencia de modo ejemplar el suicidio melancólico.
La lectura de los fenómenos clínicos, a través del esquema que nos ofrecen los tres registros en su anudamiento nunca del todo dialectizable,  da cuenta de entre otros efectos : de los simulacros, imposturas  y compensaciones imaginarias que derivan de  las identificaciones miméticas especulares, propias de las personalidades como si ;  de  la conformación de los pactos simbólicos  así como de sus desvíos perversos  en la  vida erótica; y de los retornos de las ficciones simbólicos en el  plano real , tal como se observa en las políticas de goce.



Bibliografía
Didi-Huberman, G.: Imágenes pese a todo, Barcelona, Paidós 2004
Freud, S. (1914): Introducción del narcisismo. Bs. As. Amorrortu Editores, XIV, 1979
-: (1923): El yo y el ello. Bs. As.  Amorrortu Editores, Bs. As. AE,   XIX, 1979
Zizek, S.: El sublime objeto de la ideología.  México, Siglo Veintiuno Editores, 1992

martes, 12 de julio de 2011

Angustia, duelo y sublimación. Relaciones entre el duelo y la pintura de Giorgio de Chirico Carlos Weisse



    Ya en 1915 Freud había definido al duelo como la reacción normal frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción equivalente.  En cambio para referirse a la angustia usó la noción de  respuesta o reacción frente al peligro de la pérdida del objeto de la satisfacción: la madre.
    ¿Por qué el duelo duele? Se pregunta. Entonces lo que va a  introducir para explicar dicho  dolor es el hecho consumado de la  separación del objeto, es decir la pérdida reconocida del mismo. Reconocer el dolor abre la posibilidad de nominar al objeto de que se trata e iniciar el trabajo de duelo.  El dolor es entonces el sentimiento que funciona como la señal de que se ha abierto el espacio simbólico que permitirá  nombrar y simbolizar lo perdido.
    La angustia en cambio, remite a una amenaza, una sensación de peligro inminente que se traduce en una experiencia de desamparo que desencadena  una situación traumática, esto es lo mismo que  decir que se produce una acumulación de excitación que no se puede descargar, por eso Freud remitía este hecho a la pérdida del objeto protector.
    Lacan enfatiza la dimensión de la angustia como reacción ante el deseo del Otro,  la invasión de Otro devorador que amenaza arrasar al sujeto y que implica la aparición de lo real,  de aquello que no se puede simbolizar pues está más allá de lo concebible.  En estas circunstancias  hay un predominio desbordante del objeto fantasmático, una hiperpresencia agobiante, que en ocasiones llega a la aparición de lo que vulgarmente se entiende como  un fantasma o  espectro, generando un sentimiento  persecutorio que a veces impide el inicio de un duelo, en el sentido de experimentar el dolor de la pérdida.
    Si el duelo  implica un agujero en lo real que moviliza todo el orden simbólico, puesto que la desorganización momentánea de la estructura pierde la localización de la falta y el sujeto colocado en  un lugar de privación  manifiesta su dolor. Esto se realiza  más como puesta en escena que como un síntoma. ¿Qué quiere decir esto? Que se monta una escena donde se representa el dolor, o que aparece una acting- out, o un trastorno psicosomático es decir es una situación donde predomina lo imaginario pero todavía no ha comenzado a funcionar el registro simbólico y la sustitución simbólica
    Tal como lo plantea Lacán, La pérdida más bien pone a prueba la capacidad que tiene el sujeto para disponer de la falta en el  sentido de movilizar  los recursos simbólicos e imaginarios para estabilizar la estructura ante aquel embate de lo real.  Frente a esto nada puede anticiparse, está inerme, desamparado,  todo el orden simbólico se conmueve y se desordena.
    En la realidad del mundo del sujeto hay múltiples objetos pero sólo la pérdida de algunos ocasiona un agujero en lo real. Si la castración es la operación fundante y la máxima expresión de la falta en el registro simbólico, el agujero que provoca una pérdida real envía al sujeto a un lugar de privación. Este lugar se experimenta entonces como un mundo devastado en el que se ha perdido el sentido y desde el lugar de esa vivencia permanece impedido de localizar la falta, pues la pérdida se experimenta como falta de sentido de todo el mundo.
    Así describimos un primer tiempo del duelo: frente a la pérdida en lo real la primer respuesta es la renuncia a aceptarla, la renegación, el sujeto está en una posición privada y  sin recurso para quedar representado en la cadena significante (caída de sentido del mundo), por eso se muestra una escena en el orden del fenómeno, por cancelación de la llamada “prueba de realidad”. Esta cancelación promueve fenómenos diferentes del síntoma pero dentro de la estructura de las neurosis, se trata de forclusiones parciales y creemos mas pertinente, por considerarlos en la estructura de la neurosis estimarlos como fenómenos renegatorios.   
    Lacan basa el extravío del deseo del príncipe Hamlet y la postergación del acto a un rebajamiento de los tiempos del duelo por la muerte del padre: el asesinato de Claudio que lo llevaría a reinstaurar su lugar en el linaje entra en una postergación indefinida. Por esto define a la aparición del fantasma del padre como una alucinación pero producida por un mecanismo opuesto al de la psicosis, tributario en cambio de la renegación.
    Si bien los mecanismos de renegación y de forclusión son susceptibles de producir alucinaciones pero la diferencia consiste en lo siguiente: cuando se trata de la estructura de la psicosis  lo rechazado en lo simbólico –nombre del padre- reaparece en lo real, y se expresa en la alucinación. En cambio cuando rige el segundo mecanismo (la renegación) como es el caso del duelo, en el que el agujero en lo real provoca una pérdida en la existencia,  conmoviendo así todo el sistema simbólico los fenómenos alucinatorios deben ser entendidos como equivalentes fantasmáticos.
    El sujeto en duelo, privado de disponer de la falta sufre una vacilación fantasmática, y en tanto la relación del  sujeto con el significante necesita de la estructuración del deseo en el fantasma observamos que cuando éste se conmueve se desorganiza la estructura de localización de dicha falta y así lo que falta en lo real aparece en lo imaginario. Aquellos que nos consultan por duelos detenidos en sus tiempos de tramitación relatan a veces  que hay una ausencia casi plena del registro de “ese antes y ese después” que una perdida significativa ocasiona .Por eso,  es preciso que en el  análisis el enunciado de una pérdida dolorosa se registre, es decir que se pueda nombrar lo que se ha perdido.
     Freud coloca en el límite de esta manifestación a una entidad que linda con la psicosis, la amencia de Meynert o psicosis alucinatoria de deseo. El fenómeno de la alucinación se presenta como salida para retener el objeto, el precio es el apartamiento de la realidad. Pero aparecen también, y es Lacan quien lo expresa, fenómenos de acting-out  y de pasaje al acto, (como, por ejemplo, el suicidio) como modo de defensa frente a la angustia.    
    Podríamos decir que para estar de duelo, en primer lugar hay que localizar la falta, nombrarla, aceptar que algo se ha perdido. Ya sabemos el lugar esencial que los ritos funerarios tienen en todas las civilizaciones, como un modo de constatar e inscribir la muerte de un ser querido por sus deudos.
    Sin embargo no se trataría únicamente de saber a quien se perdió, sino qué se perdió con la pérdida del objeto, qué  tipo de pérdida le hace agujero a lo real del sujeto. Lo esencial es si en los comienzos de la estructura del sujeto se operó  un duelo particular: aquel en que el objeto se construyó. En algunos sujetos sucede que frente a cualquier pérdida que implica una sustracción amorosa no puede ponerse en marcha  el duelo y sucumben a la melancolía.
    El segundo tiempo comprende estrictamente al trabajo de simbolización que implica un alto gasto de energía, de investidura y de tiempo. Se ejecuta pieza por pieza y conlleva un displacer doliente. Este movimiento permite ir aceptando que el objeto amado investido libidinalmente ya no está, es el examen de la realidad que posibilita que se retire la libido adherida al objeto, ya que no hay matriz ni perspectiva ni sensorial que corresponda al anhelo.
    El empantanarse en este tiempo del duelo, con tropiezos para avanzar y atravesarlo es lo que hace frecuentemente que un duelo se torne patológico y que revista características propias de la melancolía o que de lugar a reacciones maníacas. Desde la presentación fenomenológica no es inmediatamente evidenciable tal distinción por eso nos parece apropiado basarnos en la disposición estructural respecto de la falta instituyente. Este será un indicador que dividirá las aguas entre un duelo que derive en una reacción normal, o que, en el mejor de los casos permita extraer de su dolor una marca creativa,  de aquel otro duelo que por tratarse de una estructura melancólica tiene sumamente obstaculizada dicha vía.
    Entonces la melancolía, o en ocasiones el duelo melancolizado, en ese desesperado intento de separarse del agobiante peso del objeto, puede llegar a producir el único acto eficaz a tales fines: el suicidio. Es el triunfo del objeto cuando no fue concebido como perdido, situación opuesta a la que Freud propone precisamente para culminar el trabajo del duelo –y que constituye un tercer tiempo- en  el que el sujeto está en una posición activa a través de la cual  puede consumar por segunda vez la pérdida, asesinando al objeto, matando al muerto o, en otras palabras, perdiendo en lo simbólico lo que ya había sido perdido en lo real.
    Este movimiento que Lacán llama la segunda muerte, permite la modificación de los lazos con el objeto perdido, la separación y el investimiento libidinal de otros objetos sustituyendo al ausente. Se produce de esta manera una recomposición significante con respecto a lo perdido que permitiría culminar el trabajo del duelo. En oposición al primer tiempo, ahora el sujeto puede declarar perdido al objeto y así apaciguar la cólera generada en el yo; de este modo la libido queda nuevamente disponible para investir otros objetos sustituyendo al perdido.
    Pero sería  ingenuo pensar que el objeto por el que estamos de duelo es sustituible .Quien está de duelo efectúa su pérdida suplementándola  con un pequeño trozo de si, estatuto sacrificial del duelo que se manifiesta con las formas más diversas de expresar y manifestar el dolor.
    El duelo sería la ocasión de subjetivizar la pérdida, o sea elevarla a la categoría de falta. La función del duelo no sería el cambio del objeto, sino la transformación de la relación del sujeto con el objeto fantasmático y con la falta que éste obtura. Avanzar en el trabajo de duelo implicaría suplantar, con un trazo nuevo, sacar a relucir un rasgo propio, creativo, allí donde ya no reina el brillo del objeto ni aplasta el peso de su sombra. Es como un cenotafio erigido sobre una cicatriz del yo. Con ese borde de lo real, la marca que aporta el duelo  permite componer una estructura diferente en la medida que vuelve a delimitar la estructura de agujero al cual rodea la pulsión. Una función que está estrechamente ligada al acto de nombrar, de producir, de gestar un nombre para aquella incógnita inconmensurable que la muerte implica para un sujeto.
    Podemos ahora poner en relación en primer término la angustia y el duelo, tomando el duelo en tanto y en cuanto dolor. La angustia es la hiperpresencia agobiante, el íncubo y el súcubo, el fantasma de Hamlet, la mirada fija del hombre de los lobos, es la espantosa certidumbre que agobia. Es por lo tanto la falta del agujero, aquello que debería estar vacío aparece ocupado por una presencia siniestra y agobiante que aplasta.
    Lo contrario de la angustia es el dolor desencadenado por una pérdida reconocida desde lo simbólico en lo real del sujeto. Duelo y angustia se presentan así en una relación inversa. Si durante el transcurso de un duelo aparece angustia es porque está dando cuenta de una falla en su elaboración (falla que no siempre es patológica, pues es común en las pérdidas recientes), y esta falla  lo que se revela es la sombra del objeto, la presencia fantasmática agobiante que tapona dicha ausencia. El dolor en cambio es un índice de que el proceso de simbolización de la falta está en marcha  y que se está en el camino de reconocer la ausencia del objeto, separando la libido de cada recuerdo.
    ¿Donde vendría entonces a articularse la sublimación? En el punto mismo de la cicatriz y de la pérdida de si. La sublimación es la expresión máxima de que el objeto es insustituible y por lo tanto se abre la posibilidad de  una nueva inscripción, dicho de otra manera,  la creación de un idiolecto que signifique  que ese objeto desaparecido sin remedio, sea simbolizado en un nuevo idioma, en un dialecto propio que implique un acto creativo y al mismo tiempo de cuenta de su borde, contorneado por la pulsión,  nombrando ese borde de una nueva manera y constituyendo de esa forma el significante de su falta. Podríamos decir que la sublimación es la expresión más fehaciente de un duelo logrado, un efecto del cambio de estructura y de la posición del sujeto y del objeto en el fantasma, una nueva experiencia y simbolización de la falta.
    Esto no quiere decir de ninguna manera que la sublimación sea el único desenlace adecuado de un duelo, pero aquí nos gustaría introducir una pregunta: ¿si la culminación de un duelo es la retracción de la carga libidinal del objeto perdido y su desplazamiento a otro objeto  es posible hablar de un duelo logrado? ¿No hay algo de alivio maníaco en la suplantación de un objeto por otro,  si deja incólume la relación con el objeto tal cual se daba antes de la pérdida? ¿En ese caso, no debería considerarse también un duelo relativamente fallido basado en un cierto sesgo fetichista la entronización de un nuevo objeto aunque la fenomenología del duelo desaparezca?
    A modo de ilustración de las reflexiones que anteceden queremos presentar un ejemplo tomado del  arte. Se trata del pintor Giorgio de Chirico, creador de lo que posteriormente fue dado en llamarse Pintura Metafísica. Sucintamente daremos algunos datos para ubicar la cuestión que nos ocupa: el padre de Giorgio había fallecido a los 17 años, de acuerdo a su autobiografía y a sus biógrafos, comenzó a padecer de trastornos intestinales y estados depresivos que interpretamos como un duelo melancolizado. De Chirico había demostrado talento para la pintura  desde su temprana infancia, sus primeras pinturas se ubicaban dentro de la corriente simbolista  correspondiente a  la orientación de su maestro Böcklin. Una tarde de 1910, a los 22 años de edad  De Chirico estaba convaleciente de uno de sus estados depresivos con trastornos intestinales. Se encontraba en la piazza de la Santa Croce y tuvo una revelación  a la manera de una epifanía, le pareció que la plaza estaba convaleciente como él y se le presentó la idea de un cuadro que iba a inaugurar uno de los movimientos más importantes de la pintura contemporánea: la pintura metafísica. El cuadro se llamó Enigma de una tarde de otoño y en él, ocupando un lugar central se encuentra una estatua con un pedestal cuyas siglas son G.C. es decir la sigla de su nombre. El cuadro respira angustia y pesar (representados por dos pequeñas figuras dolientes en un costado de la tela). Postulamos que el cuadro es una puesta en escena, una forma de simbolización del duelo que pudo ser retomado y relanzado a través de una serie que se llamó Plazas de Italia.  Consideramos que esta obra es un buen ejemplo de la relación entre duelo y sublimación e instala, en este caso particular,  lo que podríamos llamar el escenario pictórico del duelo.

El escenario pictórico del duelo

    La convalecencia de la que nos habla Giorgio en sus memorias se refiere a una crisis depresiva, agravada por un malestar físico consistente en severos trastornos gastrointestinales tal como él mismo lo cuenta en sus memorias:” En Florencia, mi salud empeoró; pintaba a veces cuadros de pequeñas dimensiones; había pasado el período bökliniano y había comenzado a pintar cuadros en los cuales trataba de expresar aquel fuerte y misterioso sentimiento descubierto en los libros de Nietzsche: la melancolía de las bellas jornadas de otoño, de tarde, en las ciudades italianas”.
    La crisis depresiva que está  relacionada temporalmente con la apertura del mundo metafísico está, a nuestro entender en conexión con la mencionada  muerte de su padre ocurrida cinco años antes, cuando Giorgio tenía 17 años, creemos que la muerte de su padre desencadenó una intensa situación traumática expresada por una vivencia de desamparo en nuestro pintor que quedó asociado a una angustia de muerte.
    Esta situación traumática se tradujo en un congelamiento del proceso del duelo que detuvo su elaboración durante todo ese tiempo y recién a los 22 años se expresó en un estado depresivo severo del cual es posible que haya sido ayudado a salir gracias a la capacidad simbólica  que le posibilitó la adquisición de una estructura significante de carácter plástico.
    Cuando hablamos de estructura significante de carácter plástico nos referimos a signos icónicos donde cada uno adquiere significación en relación a los demás pero referidos a su historia, cuyo texto podemos abordar en base a documentos escritos de puño y letra de su autor y de sus biógrafos. Estos signos confieren a la escena pictórica la característica de una narración mítica en la iconografía de De Chirico.
    Su padre, Evaristo, era un ingeniero ferroviario italiano y había sido contratado por el gobierno griego para la construcción de la red ferroviaria de Tesalia, por ese motivo Giorgio nace en Volos, Grecia,  el 10 de julio de 1888. Mas tarde la familia se traslada a Atenas donde el padre realiza la construcción de la línea ferroviaria Atenas-Salónica. Tanto su padre como su madre, Gemma Cervetto apoyan la pasión de Giorgio por el arte.
    En Volos toma sus primeras clases de dibujo con el pintor griego Mavrudis, un joven empleado ferroviario, quien le transmite el amor por la técnica. Luego en Atenas estudiará con Carlo Barbieri y con el pintor suizo de ruinas antiguas Jules Luis Gillieron. Su padre muere en mayo de 1905, Giorgio sigue estudiando en el politécnico y en 1906 la familia se traslada a Munich.
    Munich es uno de los centros de irradiación artística de Europa allí nuestro pintor asiste a la Academia de Bellas Artes donde es admitido el 27 de octubre de 1906. En esta ciudad toma conocimiento tanto de la pintura de Arnold Böklin como de la obra de Friedrich Nietzsche. En el verano de 1909 se traslada a Milán a la calle Petrarca y en octubre realiza un viaje a Florencia y a Roma. En este período Giorgio pinta sus primeros cuadros bajo la influencia del simbolismo centroeuropeo y especialmente del pintor suizo Arnold Bocklin. Munich, centro irradiador de cultura en esa época ofrece influencias no sólo simbolistas sino también modernistas y de un incipiente expresionismo.
     Allí Giorgio lee  a Schopenhauer además de Nietzsche.  Llegamos así a 1910 y a la pintura citada como el primer cuadro metafísico que inaugura la serie de las plazas de Italia, es El enigma de una tarde de otoño. Pintado en Florencia durante el otoño de 1910, esta pintura se aleja definitivamente del simbolismo bökliniano y se interna en el enigma que es para el artista esa vivencia de extrañamiento que, en medio de su convalecencia, lo asalta en la plaza de Santa Croce.  
    En esta obra la monumental basílica de Santa Croce queda  reducida a una pequeña iglesia blanca, iluminada por una luz clara, en el lado izquierdo del cuadro que semeja más un templo griego, con dos columnas sosteniendo el arquitrabe que una iglesia católica. A la derecha del edificio se extiende un muro mas bajo y de color marrón que existe efectivamente y que circunda el claustro de la Capilla de los Pazzi. En el extremo derecho se vislumbra una columna dórica, formando parte al parecer de un edificio que huye del cuadro. La iglesia tiene en el costado derecho, como la entrada de un convento, una abertura rematada por un arco y que carece de puerta. Tanto la puerta central de la iglesia como la que describimos anteriormente carecen de puertas y presentan en cambio cortinas negras colgadas por medio de argollas de un barral que atraviesa el tercio superior de dichas aberturas. Detrás de ambas puertas se deja ver por la abertura que queda por encima de las cortinas el cielo, como si el todo fuese solamente un decorado cinematográfico, o una ruina de la cual sólo ha quedado la fachada, en los dos casos la cortina presenta un contraste absurdo.
    Detrás del muro marrón asoma la punta del mástil de una nave con sus velas henchidas al viento, como si el muro escondiera un puerto y no un convento. En el centro de la plaza observamos una estatua blanca sobre un alto pedestal sobre el cual se encuentra la estatua de una figura de espaldas, envuelta en un manto y con el torso levemente rotado, el manto cubre incompletamente el torso dejando ver sus hombros desnudos y su brazo derecho partido que parecería haberse apoyado originariamente sobre un tronco de árbol también partido, que se halla a su lado sobre el mismo pedestal. En la cara anterior del pedestal, grabado en la piedra encontramos dos letras G.C. que obviamente no podemos dejar de asociar con Giorgio de Chirico. Esta estatua no es la del Dante que efectivamente se encuentra a un costado de la iglesia de Santa Croce, monumento en el cual figura un tronco de árbol sobre el cual la figura apoya el brazo, tampoco el manto es similar al de la escultura de Dante. Tanto el manto como la pose de la estatua nos recuerdan la figura de Ulises en "Ulises y Calipso" de Böcklin. A ambos lados del pedestal dos bocas aparentemente de metal dejan caer cada una un chorro de agua que cae en una base colectora a modo de fuente.
    A la derecha y debajo del monumento, dos figuras muy pequeñas, un hombre con barba y  hábito franciscano y una mujer con una túnica y en actitud afligida quien se cubre la cara inclinada con la mano izquierda mientras pasa su brazo derecho sobre los hombros del monje en actitud de consuelo generan una atmósfera de aflicción y lúgubre melancolía.
    Las sombras que arrojan y los personajes y los objetos (sobre todo la estatua y el edificio de la derecha del cuadro del cual solo se ve la columna y la sombra del mismo) son alargadas como sólo se podrían ver en el amanecer o el crepúsculo, aunque la oscuridad del cielo hace pensar preferentemente en este último.  Pero además las sombras de la estatua y los personajes son asimétricas en relación a la del edificio de la derecha como si las fuentes de luz se multiplicaran. El muro de ladrillos también genera un efecto enigmático por los dos techos de casas y  el velamen de  barco sugiriendo la idea de llegada o partida.
    De la descripción del cuadro tomaremos  sólo aquello que puede ilustrar la imaginería del duelo. Lo primero que se destaca desde este punto de vista es la estatua que se encuentra en el centro de la plaza y en cuyo pedestal se encuentra grabada la sigla del nombre del pintor. Es plausible la idea de que la estatua tiene que ver con la representación que el autor tiene de si mismo,  por eso lleva su sigla, pero al mismo tiempo, en la medida que es un monumento conmemorativo alude a alguien ausente. Por otro lado el monumento realmente existente en la plaza es el cenotafio de Dante Alighieri, cenotafio que denota la culpa colectiva de Florencia al revelar en la ausencia de sus restos,  la expulsión de su seno de uno de sus hombres más  ilustres.
    Es posible entonces que la estatua represente la identificación de Giorgio con su padre muerto, identificación que se instaura en el yo frente a la pérdida del objeto. Esta identificación implica una negativa del yo a dar por perdido al objeto conservándolo entonces en sí mismo, asumiéndose el propio yo como el objeto del que se trata. Este objeto perdido es para el artista su padre muerto durante su adolescencia y por el cual su duelo ha quedado detenido durante mucho tiempo.
    Freud había acuñado la frase  “la sombra del objeto cae sobre el yo” para ilustrar que el yo es invadido por el objeto, es más, se convierte en el objeto mismo y así atrae sobre si todos los sentimientos que correspondían en vida a dicho objeto: si el amor está representado por la identificación,   queda libre el odio que se libera en forma de autoagresión. Una forma de autoagresión es la depresión acompañada a veces de trastornos físicos y creemos que la dolencia que aquejaba al artista pertenecía a este orden de fenómenos.
    Pero además el tema de la sombra tiene en su pintura una presencia verdadera y ominosa, una sombra alargada que parece agigantar la figura del monumento de piedra como  testimonio terrible. Sumada al tema de la  partida (cuyo paradigma es Ulises y la partida de los argonautas) presente en la pintura a través de un  barco que asoma detrás del muro.  Metáfora de la muerte expresada además por las dos figuras dolientes, pequeños testigos en el cuadro de un hecho doloroso cuya presencia no se ve a primera vista.
    La pintura está así organizada como un acertijo, como un mensaje cifrado a la manera del lenguaje de los sueños, una dimensión onírica que nos coloca frente a una escena desolada, una puesta en escena del estado subjetivo signado por un duelo congelado durante mucho tiempo y que mediante esta puesta en escena puede relanzarse y seguir su elaboración como se verá en su obra posterior.
    La puesta en escena del duelo a través de este  objeto pictórico implica un rasgo propio, un estilo o  idiolecto original que eleva el objeto a la dignidad de la cosa, en tanto permitirá ir matando al muerto y conmemorarlo y también el testimonio de que algo propio murió para siempre con ese muerto.

miércoles, 6 de julio de 2011

Reinventar el psicoanálisis - Jacques Lacan (2-6)

A propósito de la psicosis

Lógicas del padre y de Dios. Comentario sobre el film “Crímenes y pecados”: “Crímenes... ¿y pecados?” Por Lic. Diego Luparello





El entrelazamiento de historias que la pluma y la dirección de Woody Allen nos propone gira en torno a dos personajes principales: Un prominente actor social y padre de familia que ve peligrado su status por una amante despechada, y un ignoto director de cine idealista que se ve llevado a rivalizar con un personaje exitoso que encarna todo aquello que desprecia.

Sacrificando el sesgo de comedia del film, la que protagoniza el gran Woody Allen en el papel de Cliff, deberemos enfocarnos en las vicisitudes más dramáticas, las que representa Martin Landau en el papel de Judah. Un eminente oftalmólogo que verá peligrar su prestigio profesional y social por los desbordes de su amante Dolores. Ella no esta dispuesta a terminar la relación, y tiene la intención de develar a la esposa de Judah su estatuto de amante; no solo esto, amenaza también con hacer público los desmanejos financieros de este “impoluto” filántropo.

La primera escena que hemos elegido nos introduce de lleno en la trama, Judah esta perturbado, es invitado a dar un discurso frente a su familia y sus admiradores y hace mención, particularmente, a tres significantes que convocan a esta Jornada: la religión, el Padre y Dios.

“Soy un hombre de ciencias. Siempre he sido escéptico pero me criaron muy religiosamente” ... “Recuerdo que mi padre me decía: Los ojos de Dios siempre están sobre nosotros.”
“Los ojos de Dios. Qué frase para un niño joven. ¿Cómo eran los ojos de Dios?. Supuse que serían penetrantes e intensos.”

Toda la audiencia queda capturada por esas sentidas palabras, pero lo que parece un alarde de oratoria tomará otro valor a lo largo de la trama.
Judah acudirá a estos significantes, y los irá articulando (o des-articulando) intentando tomar o validar una decisión trascendental, con el dilema moral y ético concomitante.
Hay un cuarto factor en este fragmento: la mirada, los ojos de Dios, vehiculizada por la voz del padre. Una entidad que ve, de manera penetrante e intensa. Alguien que es mirado en su acción.

Nuestro protagonista se enfrenta a un problema de difícil solución, esta amante desbordada parece no escuchar razones. Medea no vacila en sacrificar lo más preciado para satisfacer su deseo de venganza.
Judah consultará, angustiado, a dos referentes completamente distintos. Por un lado a su paciente, el rabino. Por el otro a su hermano, un poco fuera de la legalidad. Cada uno de ellos encarna un paradigma distinto, una estructura de valores que contrasta.
Uno le sugiere verdad, perdón y reconciliación. Otro propone un crimen, negación y olvido.

El rabino le dice: “A veces, cuando hay verdadero amor y el verdadero reconocimiento de un error también puede haber perdón... debes confesar el error y esperar que entienda... debes hablarlo y esperar lo mejor.”
“tu ves el mundo duro, sin valores y lamentable y yo no podría continuar viviendo sino sintiera con todo mi corazón una estructura moral con verdadero significado y perdón y cierto tipo de poder mas elevado. Si no, no habría base para saber cómo vivir.”

Judah escucha al rabino, sin embargo no parece convencido.

Cuando conversa con su hermano, Judah desliza, desde el inicio, la idea del crimen.
Cuando el hermano le pregunta ¿qué quieres que haga?, Judah contesta: “No lo sé, ella me esta matando.”. El otro va al grano: “Me llamaste porque necesitas un trabajo sucio...”

Es con un crimen, justamente, como Freud construye el mito de inicio de la Ley. El crimen del padre de la horda obliga a los hijos a pactar, y en este pacto fraterno se constituyen las leyes de intercambio y una primer forma de religión: el totemismo. He allí los comienzos de un orden ético y social.
Para Freud, la génesis del monoteísmo se funda en que “los seres humanos han sabido siempre que antaño poseyeron un padre primordial y lo mataron” (Freud 1939, pag.97)
Primero un padre, luego su crimen, y luego un acuerdo de convivencia sostenido por el símbolo (totem) de ese crimen. Mas tarde el monoteísmo, la creencia de un Dios único, que será el símbolo de un padre muerto como sacrificio en pos de una Ley.

Para eso fue pensada la religión, para curar a los hombres, es decir, para que no se den cuenta de lo que no anda” (Lacan – Discurso a los Católicos – pag 86)

Judah se dirime entre la figura del rabino, quien apela a la estructura moral sostenida por un poder mas elevado (única garantía frente a lo real, lo que no anda); y lo que representa su hermano, quien habla de un mundo donde la legalidad es una variable funcional al interés de cada quién.

Sospechamos que Judah ya tiene una decisión tomada, pero parece necesario otra conversación (esta vez imaginaria) con el rabino. En la penumbra de la madrugada, refiriendose al crimen que esta por perpetrarse, el imaginario rabino le pregunta: “¿realmente lo harías? ... ¿no crees que Dios lo ve?.”
Judah le contesta gravemente: “Dios es un lujo que no puedo darme.”

La deconstrucción esta en marcha, la secuencia: religión-Padre-Dios comienza a desarmarse parte por parte. Primero el rabino, representante de la religión, es reducido a un punto de vista relativo. (Dios es un lujo que puedo o no puedo tomar)

Ha quedado fuera de la edición, por cuestiones de espacio, pero es muy singular que la genialidad de Allen hace que en la trama, en la medida que avanza la historia, el rabino va perdiendo la vista hasta quedar completamente ciego. Aquel que como maestro podía aportar otra mirada o más luz en la oscuridad del dilema... pierde la vista.

Esta escena en la penumbra parece representar una conversación interna, entre el sometimiento a la Ley y la resistencia a responsabilizarse ante los suyos de su miserabilidad. La realización del crimen exige particularizar el mensaje del rabino.

“Sin la ley, todo es oscuridad.” Insiste el rabino.

Judah contesta: “Suenas a mi padre. ¿De qué me sirve la ley si me previene obtener justicia?”

El religioso apela a Dios y La Ley. Judah, que necesita justificar su decisión y poner en suspenso la Ley, reduce la cuestión a un padre, el suyo. La palabra de un padre (con minúsculas) es posible de relativizar en tanto se logra desconectarlo de un Otro en tanto garante de la Ley.
La singularidad de un padre reduce la universalidad del Padre, este artificio le permite a Judah dar el paso decidido a un más allá de la Ley.

“Freud no descuida, lejos de ello, al padre real. Para él es deseable que en el curso de toda aventura del sujeto exista, si no el Padre como un Dios, al menos como un buen padre.”(Lacan – Seminario 7 -Pag 219)

“Los ojos de Dios lo ven todo. No hay absolutamente nada que El no vea” le dice su padre. “Ve lo bueno y lo malvado. Los buenos serán recompensados pero los malvados serán castigados eternamente.”

Continúa la deconstrucción del segundo elemento de esta serie (religión-padre- Dios). Ya relativizado el padre a un relato particular, se le suma un recuerdo infantil que avanza en socavar la culpa y el castigo. Así nos introducimos en la anteúltima escena, retorna del pasado un almuerzo familiar. En fiesta religiosa aparece el debate sobre la necesidad de sostener un Dios en tanto garante de una legalidad en el mundo real.
Esta vez el escepticismo aparece en la figura de una tía, quién cuestiona a al padre de Judah: “No les llenes la cabeza con supersticiones. ¿Temes que si no obedeces las reglas, Dios te castigará? ”.
Alguien la increpa: “¿Estas desafiando la estructura moral de todo? ¿Qué dices, que no hay moralidad en todo el mundo?”
La tía replica: “Para los que quieren moralidad, la hay. Nada esta grabado/escrito.”

La escena es observada por un adolescente Judah, curioso testigo del relativismo al que es sometido el mensaje paterno. Argumentos que defienden el ejercicio religioso de sometimiento a una Ley, como única garantía de un orden. Contra argumentaciones que cuestionan dicho ordenamiento en nombre de un mundo real, en donde el poder ordena los elementos.
En lo onírico de la escena Judah adulto realiza una pregunta a su padre “¿y si un hombre comete un crimen?”
El padre le contesta según las escrituras: “De alguna forma será castigado”.
La tía polemiza: “Digo que si lo puede hacer sin pasarle nada y elige no molestarse por la ética, no tendrá problemas.”
Alguien increpa al padre de Judah: “¿Qué si toda tu fe está equivocada?.

Judah ha escenificado un recuerdo familiar en dónde la palabra del padre ha sido cuestionada. La Ley se torna una ley de un particular, su padre.

Solo queda el último significante de la serie: Dios.
En la última escena, Judah le relata la historia a Cliff, una historia espeluznante. Luego de todo lo cometido el hombre espera el castigo... y el castigo no aparece, no hay catástrofe que indique una pena por el crimen.
Cliff, que lo escucha atento, observa que algo falta para que esta historia sea una tragedia. Si no hay castigo divino al menos el criminal debería entregarse y pagar su culpa.

¿Entregarse?, ¿a quién?... el rabino quedó a oscuras, el padre ha sido rebatido... ¿y Dios?. Dios no se ha pronunciado...



lunes, 20 de junio de 2011

“El padre declinado” por Enrique R. Torres



“La unidad en la diversidad, bendito    producto de la indolencia, solo se alcanza cuando, lejos de buscarla, uno tiene la sabiduría de no interesarse en ella”.
“Ostinato”, Louis René des Forêts.

En su Ética, comenta Spinoza que ninguno de los que de verdad aman a Dios debe esperar que éste le corresponda. Es el amor intellectualis Dei, o sea el que le quita a esa relación trascendente, por lo menos la mitad de su subjetividad.. Habiendo sido ya su referente juvenil, es a Spinoza a quien Lacan recurre para sostener con él su teoría del deseo desprendida de la tradición religiosa judía, y a una desteologización de la cuestión del mal. (1960,“Kant con sade”, Écrits, 1966; 1973, Sem, XI “Les quatre conepts…”, Seuil, 1973). Freud, por su parte, siguió una trayectoria que arrancando de la clínica y fundamentalmente del Edipo como eje mayor de esa misma clínica, culminó en la postulación de un padre portentoso, asesinado y devorado en un remoto e inhallable rincón de la prehistoria humana. (Tótem y tabú, 1912, AE, SE XIII). Empeñado en la persecución y el hallazgo de una causa -y causa no solo de las neurosis sino de la humanidad misma-, remontó la historia hasta recalar en ese protopadre, (proto, es decir primero), sin sobrepasar esa instancia sino ubicándolo en definitiva como el lugar de la causa, del origen, y también de la verdad, (“Dios no es una verdad material, es una verdad histórica” – Moisés y la religión monoteísta, 1938, SE, AE 23). El predicamento del Padre sobrevive aún, -pese a la degradación social y a las declinaciones que esa noción ha experimentado a través la enseñanza lacaniana-, donde se superpuso después al S1, presidiendo todavía el discurso del amo, condición de posibilidad del inconsciente freudiano, según lo estipulado en 1970 (Sem XVII, El revés del Psicoanálisis, Paidos, 1992). Por cierto que hay mucha distancia, que mucha agua ha pasado bajo el puente, al punto de que el puente entre Freud y Lacan se ha resquebrajado en varios tramos, y donde más grietas se le han abierto es precisamente en la cuestión del padre y otras derivadas de esa principal.

Al nombrar a esta ponencia “El padre declinado”, quiero indicar, además de su acepción gramatical, las declinaciones que la noción de padre ha sufrido a lo largo de la enseñanza lacaniana. Comienza con las versiones más bien socio-históricas que dan cuenta en el trabajo sobre la familia (1938, “La familia”, Argonauta, Bs As, 1978), del deterioro del papel del padre, tomado en ese momento como Imago, deterioro al cual Lacan le atribuye “la gran neurosis contemporánea”. Luego entramos en el período de más cercanía con Levi-Strauss, con quien comparte la idea de la decadencia de los dispositivos de transmisión de eficacia simbólica, para consolidar a comienzos de los ‘50 la función paterna como función simbólica, culminando en esa misma década en “el padre es un significante”( 1957-58, Sem. V, Les formations de l’inconscient, Seuil, 1998) y la metáfora paterna  (1958, ‘D’une question preliminaire…’, Écrits, Seuil, 1966), consagrándose definitivamente a partir de allí la designación de Nombre-del-padre, surgida por primera vez en 1953 (1953, ‘Fonction et champ de la parole…’, Écrits, Seuil, 1966). En adelante, esa función no abandonará ya su pertenencia simbólica, comandando desde ese registro las otras manifestaciones del triplicio lacaniano (padre simbólico, padre imaginario, padre Real), hasta operar al final del camino como el que precisamente marca la diferencia borromea de esos registros, hasta entonces equivalentes, por intermedio de su función de nominación, (Lacan, 1975, Sem XXII, RSI, inédito).

El resultado que acabo de evocar de una manera esquemática, es decir Freud coronando sus construcciones con esa figura terrible y amada del padre primordial como punto de partida y como referente histórico del Dios de los creyentes aunque negándole otra existencia que no fuera la del fantasma retrospectivo, no deja de contrastar con el recorrido seguido por Lacan, distinto y en ciertos tramos inverso: si Freud  permanece apegado a su método de explicar racionalmente a Dios y a la religión por el análisis del padre, en Lacan, y pese a que el recorrido es mil veces retransitado, parecería prevalecer la dirección inversa, es decir de Dios al padre, si tomamos al menos la convicción temprana de un “principio” regulador por encima de los personajes del drama y luego de la  comedia edípica, además de la prevalencia que en sus desarrollos tiene la terminología de origen religioso, más precisamente cristiana, y aún más, católica, empezando por la más famosa, el Nombre-del-Padre. Por discutible que sea esta afirmación, no deja de guardar congruencia con la sugerida por C. Soler, (“¿Qué se espera del psicoanálisis y del psicoanalista?”, Letra Viva, 2007) acerca de que si la obsesión de Freud sobre este tema era cómo es posible creer en Dios, en Lacan, inversamente, se trata de explicar cómo es posible no creer. Lo que para Freud es un fantasma, o, en sus palabras, una ilusión, para Lacan es un elemento de la estructura y en consecuencia, su emergencia, a título de SsS, es ineludible en todo proceso de subjetivación. Por cierto no se trata en ninguno de los dos de una profesión de fe ni de librarse a ejercitaciones teológicas –tema en el que Freud se muestra receloso como en todo lo referido a la filosofía, pero que Lacan aborda vivamente muchas veces, a tal punto que la cuestión, entre otras, de la Trinidad, le hace juzgar al cristianismo, y más especialmente al catolicismo, como la “religión verdadera”, ya que en ello encuentra una corroboración de que en su nudo borromeo, el Uno no es sin el tres (Sem XXII, RSI, 1975, inédito).
Se trata más bien de indagar nosotros en qué puntos estas cuestiones ‘trascendentes’, por así llamarlas, infiltran el tejido conceptual de estos autores en lo referente al padre. Pero sin buscar apoyo en lo que esas producciones conceptuales habrían abrevado de los conflictos personales o en las circunstancias biográficas de sus autores, como se ha intentado hacer tanto con Freud como con Lacan. Con éste, es conocida la tesis de E. Roudinesco, según la cual la cuestión del padre, tan trabajada, elaborada, revisada, corregida y tan fervorosamente sostenida y retocada por Lacan hasta el final, tendría su fuente –inconsciente y personal- en las considerables dificultades que él tuvo con respecto a su rol paterno, a la transmisión de su nom du père, (con minúscula y sin guiones, es decir, el apellido), etc. Aún más ridículas suenan las interpretaciones que en algún tiempo se oían correr acerca de que la pulsión de muerte había sido concebida por Freud como un derivado directo del duelo por la muerte de su hija Sofía, en 1919. No es que las incidencias de estas tychés fueran totalmente ajenas a la producción de los conceptos, sino que, perteneciendo junto con muchas otras a ese caldero insondable donde se gestaron, es ocioso perseguirlas hasta un recóndito resquicio personal, en vez de dedicarnos más bien a indagar qué hicieron los autores con esas ideas, y sobre todo, a ver el lugar y el grado de consecuencia que ellas tienen con el resto de sus teorías.

La primera baja de la noción de padre, como sugerimos que lo indica Spinoza, es la correspondiente a su condición de sujeto. Como nos hemos propuesto mantener al lado de su acepción corriente el término ‘declinación’ en su correlato gramatical, inusual en castellano pero vigente en otras lenguas así como en sus madres latina y griega, digamos que el primer caso es el nominativo, que corresponde al sujeto de la oración y responde a la pregunta ¿quién? Este caso, el nominativo, es pues el primer caído (redundancia incluída: casus: lo que cae) en el derrotero del padre en la enseñanza de Lacan, aunque ya dijimos que en sus primeros tramos esto es por lo menos discutible, sino directamente contrario. El Seminario I
(Lacan, 1953-54 :“Les écrits techniques de Freud”, Seuil, 1973) consagra una de sus úl   timas lecciones a sostener la esperanza de un reconocimiento pleno del sujeto por el A, como uno de los logros del fin del análisis en una “realización del ser”. Si el nominativo, el ¿quién? tiende a desaparecer en las declinaciones lacanianas del padre, no ocurre lo mismo con el 2º caso gramatical, el vocativo, que se usa para dirigir la palabra a alguien, y que cobra vuelo desde el Sem XVIII (1971“D’un discours qui ne serait pas du semblant”, Seuil, 2008), donde señala que el nombre como tal contiene la dimensión del llamado, la interpelación o invocación: “el nombre es lo que llama –pero a qué?-: es lo que llama a hablar(16.06.71). En este pasaje del seminario se establece la equiparidad entre el Falo y el Nombre-del-Padre, al tiempo que su diferencia, dependiendo esta última del resultado que se puede esperar de parte de estos dos significantes: uno puede “desgañitarse” (“l’appeler éperduement”) llamando al Falo: “él dirá siempre nada”, mientras que ante el llamado al N-del-Padre, “alguien se levanta para responder” (ibidem), lo cual no quiere decir que efectivamente responda, pretensión que caracteriza a la histérica: que no solo se levante, sino que además hable. Que el llamado llegue a alguna parte, que de ese lugar se emita algo así como un acuse de recibo pero no surja decir alguno, da cuenta nuevamente, y luego de diversas formulaciones y cambios sobre el N-del-P que no podemos detallar ahora, que éste se constituye como un puro significante, despojado nuevamente de su condición de sujeto.
Continuando con estas declinaciones del NP, encontramos luego el caso genitivo, incluido en la preposición ‘de’ en la fórmula misma de su designación: Nombre-del-padre. Mucho se puede decir, y ya se ha dicho, de este uso del genitivo en sus variantes de objetivo y subjetivo, y creo que esas consideraciones y desglosamientos podrían postergarse aquí en favor del uso del sintagma como un bloque significante unitario, tal como se puede ver por ejemplo en otras fórmulas como la de timor-Dei, temor-de-Dios, utilizada por Lacan con un valor equivalente al del NP (1955-56 Seminario III, Las Psicosis, Paidos, 1984). Sin embargo, forzando un poco el examen de ese sintagma a la luz de las indagaciones posteriores, podríamos descomponerlo, por lo menos para decir que el Nombre-del Padre, no es un padre, es un “Nombre de Nombre de Nombre. No de Nombre que sea su Nombre-Propio, sino el Nombre como ex – sistencia. O sea, el semblante por excelencia.” (1974, El despertar de la primavera, en Intervenciones y textos 2, Manantial). Se trata del NP en tanto se puede poner en plural, que no es nadie, que no tiene cuerpo, mientras que “el nombre propio es el nombre de goce de un ser”(C. Soler, op. cit.).


Y ya que con eso del temor-de-Dios volvemos a tañer la cuerda teológica, detengámonos un momento en los últimos párrafos del Sem XI, (1964, op.cit.), aquellos que han suscitado encendidas polémicas, sobre todo entre los filósofos allegados al discurso de Lacan, por la postura que éste adopta declaradamente en relación con Spinoza y Kant: Después de haber enaltecido al primero en la línea de lo que hemos recordado al iniciar esta presentación, o sea el amor intellectualis Dei, aquel del que no ha de esperarse ninguna correspondencia, admira la conclusión spinoziana del “campo de Dios reducido a la universalidad del significante, de donde se produce un desprendimiento sereno, excepcional, con respecto al deseo” (pág 247 de la edición francesa). Es decir un deseo que, aun ya sublimado en el terreno del amor, puede prescindir de la respuesta y de la presencia del otro, bastándole para desplegarse la invocación, el llamado, es decir la instauración significante del A y de su Ley , (N. del Padre), que es también la Ley del deseo. Pero inmediatamente afirma que esa posición no es sostenible, y declara que Kant es más verdadero. Creo que hay que entender esta elección  de Lacan sobre el trasfondo de haber doblado ya la cima de lo simbólico, haber vislumbrado su ocaso, y encarado, desde el año anterior, decididamente la ladera de lo Real. En efecto, lo que encuentra de más verdadero en Kant –aunque no es lo que puntualmente se señala en el pasaje que comentamos (Cf. “Ensayo sobre las magnitudes negativas”, citado en el mismo seminario)-, es que el filósofo de Königsberg distingue la “causa lógica” de la “causa real”, que atribuye a Dios, y a éste como “distinto” de lo generado por Él, el Universo. Es el punto en el que se separan el lugar del saber de un lado, y la función de la causa, del otro. Clara brecha entre lo simbólico y lo real, en ese final del XI es tomado por el sesgo del expurgue kantiano de todo lo imaginario que podría retenerse en su llamado “objeto patológico”, ese despellejar al objeto de todas sus capas sensibles, hasta  hacer  aflorar el corazón duramente simbólico del deseo, y seguir todavía mediante “el sacrificio y el asesinato”(ibidem) del objeto, hasta su fondo de deseo puro, que no es sino la emanación directa del objeto a. Inmediatamente retoma las condiciones que hacen posible una relación “vivible, temperada” entre los sexos, hallable solo al abrigo de “este medio que es la metáfora paterna” (ibidem). Recobramos aquí al Nombre-del-Padre como condicionante de las posibilidades del amor, y, dando un salto de 10 años, lo enlazamos con el final del Sem XX, (1973, “Encore”, Seuil, 1975, Paidos 1981), donde algunas definiciones en torno al tema del amor nos servirán como punto de referencia. Un primer abordaje, por lo imaginario, nos lo define como “lo que suple la ausencia de relación sexual”. Luego de una detención en la lógica modal, de lo contingente a lo necesario, Lacan retoma el tema del amor desde lo simbólico: “Todo amor encuentra su soporte en cierta relación  entre dos saberes inconscientes”, es decir ocurre entre dos sujetos del saber inconsciente; se trata “del reconocimiento por signos siempre puntuados enigmáticamente de la forma como el ser es afectado en tanto sujeto del saber inconsciente”. Pero esto es puesto a prueba por lo real: “No hay allí más que encuentro, encuentro en el partenaire de los síntomas, de los afectos, de todo cuanto en cada quien marca la huella de su exilio, no como sujeto sino como hablante, de su exilio de la relación sexual”(Págs 174, 175 ed. cast.).

He citado con algún detalle estas últimas apreciaciones de Lacan, porque en ellas se manifiesta el lazo estrecho entre el NP y el amor, de donde podríamos inferir que, unidos por ese nexo, la caída de la solvencia simbólica del Padre en nuestro presente marcará también las formas contemporáneas del amor. En realidad, es Lacan mismo quien explora esta derivación, especialmente en la sesión del 19 de marzo de 1974, del Seminario XXI “Les non dupes errent”,  “Los no incautos se equivocan” (inédito), donde comienza por decir que el amor tiene que ver con lo que ha aislado bajo el título de Nombre-del-Padre, a partir de la cuestión freudiana de la resolución o de la transformación del amor en identificación. (Freud, 1921,“Psicología de las masas y análisis del yo”, AE y SE XVIII), proceso que interviene en las fases resolutivas del Complejo de Edipo. Lacan vuelve aquí a interrogarse sobre lo que nos puede enseñar todavía ese complejo –y todavía quiere decir que algo de él debe haber quedado aun en pie después de las críticas que Lacan le ha destinado: “el cuentito del Edipo”, “el Edipo es el sueño de Freud”, etc.-, y el papel central que el Padre, ahora NP, ha desempeñado en él. Entonces, Lacan se libra allí a una demostración sobre la forma en que “se amoneda ese nombre. La expresión es muy singular, y creo que es la única vez -por lo que sé- que la emplea el vocabulario lacaniano. El término implica por cierto un sistema de intercambio, una traslación que pasa por la palabra de la madre, encargada de transmitir ese nombre (nom) por un no (non, n.o.n), lo que nos introduce, dice Lacan, en el fundamento de la negación y por esa senda conduce a la negación en la que todo hombre se afirma en su esencia fálica, fundándose en la excepción del Padre, en tanto que “proposicionalmente él dice no a esa esencia”. Es lo ya expresado en las fórmulas de la sexuación: existe un x que escapa a la castración, que dice no a la función fálica, lo que también podría decirse: existe uno para quien no hay función de atribución posible. Veamos como lo formula Lacan: “El desfiladero del significante por el cual pasa al ejercicio ese algo que es el amor, es muy precisamente ese Nombre del Padre que solo es no al nivel del decir, y que se amoneda en la voz de la madre en el decir no de cierto número de prohibiciones…”. (Los destacados me pertenecen).
  La vehiculización del NP en el decir de esa encarnación primordial del A que es la madre, si no totalmente nueva, no ha sido enunciada hasta aquí con tanta fuerza, ni trabajada en las consecuencias que la falsificación –por así decir- de ese amonedado puede traer aparejadas. En efecto, a renglón seguido Lacan hace un pronunciamiento referido a este momento de la historia, en el que el rebajamiento en la dimensión del amor obedecería al trueque, al truco, a la sustitución del NP por el “nombrar para…”, industria (crematísitca, numismática) en la que –agrega- la madre se basta por sí sola para designar su proyecto, para efectuar su trazado, para indicar su camino. “Ser nombrado para algo, he aquí lo que, para nosotros, en el punto de la historia en que nos hallamos, se va a preferir –quiero decir efectivamente preferir, pasar antes- (¡recuérdese aquí a Edipo frente a Layo!), lo que tiene que ver con el Nombre del Padre…(…) qué es lo que esta huella designa como retorno en lo real, en tanto que el NP está forcluído, rechazado, Verworfen, forclusión de la que dije que era el principio de la locura..? ¿no es este nombrar para el signo de una degeneración catastrófica?”.

Esta fuerte afirmación lacaniana puede sin duda ser matizada con precisiones ulteriores, pero en virtud de dar de lleno en el tema que nos ocupa aquí, cederemos a la tentación de compararla con la de “La familia” (op’. cit) de 25 años antes, cuando responsabilizaba al desgaste de la Imago paterna por la “gran neurosis contemporánea”, y plantearnos si a esta degeneración catastrófica basada en la forclusión social del NP, correspondería algo así como la “gran psicosis contemporánea”.  Sería sin duda abusar de las categorías clínicas, pero eso no obsta para que intentemos sacar de ahí algún partido, amonedarlo.[1] Nos valdremos para ello de la valuta que nos pueden brindar las estructuras discursivas, y entonces rápidamente nos orientamos a ubicar esta erosión de la función paterna como un sucedáneo del discurso en el que se mueve el amo moderno, o sea el discurso universitario, (o en el que poco más tarde se enunciará como esa torsión del discurso del amo bajo la designación de   “discurso capitalista”). En efecto, a él remite Lacan en el Seminario citado (Sem XXI, cit), cuando en ese “nombrar para”, menciona la búsqueda de títulos universitarios, mención de la que no se salvan los analistas, ni siquiera los de su propia escuela, con sus títulos de AME o AE, como ejemplos palmarios de esta forclusión del NP en el campo social.
Esa búsqueda de títulos no está orientada por un deseo de saber, pues no existe un deseo de saber que no sea un deseo atribuido al A, en tanto que ubicado por el A “como un instrumento de poder”, (ibid, 9 de abril del ’74). Se trata entonces de una identificación al deseo del A, lo cual nos ubica, ya desde Freud (1919, op. cit.) con el “contagio psíquico del internado de señoritas”, en el campo de la histeria, sin excluir de esa estructura, hasta aquí por lo menos, muchas de las variantes actuales en que suele presentarse, particularmente la anorexia y especialmente entre las adolescentes contagiadas copiosamente por los medios de difusión. En los últimos tiempos se sugiere desde distintas corrientes del Psicoanálisis, incluyendo algunas lacanianas, la insuficiencia de las categorías, llamémosle clásicas, en las que le sería dado al sujeto, al ser-hablante, constituirse en el mundo del lenguaje, es decir, neurosis, perversión o psicosis, como “ordenes del sujeto” (Lacan, 1958, op. cit). En relación con el NP, diremos esquemáticamente que en la neurosis hay una semiplena vigencia, ya que en ningún caso esa función sortea una imposibilidad que le es estructural: la de dar cuenta completamente del goce que le escapa y que pervive en el síntoma. Esta estructura corresponde –en cuanto a sus configuraciones más puras-, a la época en que sus formas fueron establecidas por Freud como histeria y obsesión. Es la fase del capitalismo liberal o industrial, en la que la vigencia de la moral protestante imponía un ideal de renuncia, que Freud supo elevar a la condición necesaria de toda empresa civilizadora posible, es decir la renuncia pulsional, (“Triebverzicht”, 1930, El malestar en la cultura, AE y SE XXI), o renuncia al goce, con la consecuente renuncia al cuerpo y a la sexualidad bajo el imperio de la represión exigida por un poderoso ideal. Pero el desgaste de la función simbólica tracciona consigo el predicamento de los ideales, o sea de los significantes Amo, S1, con el consiguiente desdibujamiento de esos procesos identificatorios que para Freud representan el basamento neurótico del lazo social, y con él, el aprovisionamiento de sentido con el que paliar las embestidas de lo real-traumático. La merma  de la función paterna en estos casos, alcanza para entender los observables clínicos en pacientes cuya queja neurótica de fondo, se tiñe , o más bien se destiñe, con esa sensación de sin-sentido o de vacío,  sin que sea necesario suponer una descomposición del discurso del Amo, aún vigente aunque igualmente desteñido. Discurso del Amo que no solo sostiene la estructura en el marco de las neurosis en su calidad de “condición de posibilidad del inconsciente freudiano”, sino que “constituye el fundamento de la posibilidad misma de la ayuda que nosotros aportamos mediante la interpretación”,(Lacan, 1970, 0p.cit.).
No es fácil establecer la posible correspondencia entre la declinación de la función paterna y las estructuras restantes, es decir, la perversión y la psicosis, pues en aquella la función se sostiene como tal aun cuando solo se la invoque para el desafío o para la afrenta, mientras que en la psicosis está directamente dada de baja, forcluída. Es más bien por la indagación de los discursos en juego como podemos dar cuenta de las modalidades de la clínica que parecen prosperar en nuestro tiempo, sin que nos veamos obligados por el momento, a desechar las categorías clínicas clásicas delineadas por Freud y fundamentadas por Lacan.
La prevalencia del discurso universitario y otro subproducto, el llamado discurso capitalista, nos permiten  apreciar, en el despliegue de sus fórmulas, que la caída del S1 bajo la barra, en el primero por la elevación a la dominante del saber, S2, y en el segundo por la torsión operada en el discurso del Amo, despega esencialmente al significante Amo del sujeto, $,

S1     S2             S2      a                             $_    S2

 $   //  a                         S1  // $                             S1 //  a              
 Amo                           Univ.                                 Cap.

En el discurso capitalista por el derrocamiento del S1 bajo la barra y la inversión en la dirección de las flechas que los conectan, de manera que el $ deja de estar expuesto al S1, posicionamiento del cual depende el afecto de la vergüenza, o bien, cuando esa conexión se ha interrumpido, su inversión, o sea la desvergüenza o la obscenidad a la que asistimos crecientemente en nuestro tiempo. El mismo desenganche y con el mismo resultado, se opera en el discurso universitario, en este caso por la disyunción (notado en //) entre el lugar de la verdad, aquí S1, y el de la producción, aquí $. (Lacan, 1970, Sem XVII, op. cit., citado por Cabral Alberto en “Lo nuevo y lo viejo en la clínica actual”, Sec. Científica de APA, 15.04.08).
El debilitamiento del Padre alimenta a su vez la inflación imaginaria narcisista, con su correlato de agresividad exaltada hasta el paroxismo en actos transgresivos o antisociales, cuya violencia inusitada da cuenta de un retorno de goce que no se justifica en otra cosa que en su propia realización, despojado, en la desvergüenza, de todo disimulo neurótico, desprovisto, en el cinismo, de los S1 desaparecidos del horizonte social.
Por último, la socavación del NP observable en el discurso capitalista por el arrastre del significante amo bajo la barra, y el circuito infernal  que declara la falta del sujeto como falta imaginaria y lo endulza con el menú proliferante de objetos que pone la tecnociencia a su disposición, soborno vertiginoso con el que promete colmarla, nos hace entendible el empuje generalizado a la adicción con el que nos vemos en nuestra consulta u observamos simplemente en nosotros mismos y en la sociedad. 

Si estas reflexiones sugieren la importancia de restablecer de alguna manera el lazo regulador con el significante amo, equiparado en este recorrido al NP, no se nos escapa que esta formulación, que seguramente compartimos, es demasiado general como para poder extraer de ella alguna indicación más precisa, no solo para nuestras intervenciones como analistas sino para nuestra lectura de los hechos sociales y políticos que vivimos. Porque podría desprenderse de todo eso que haría falta un movimiento de restauración, en el sentido político y reaccionario del término, esa orientación o sueño predilecto de las derechas que perseveran por la vuelta de un pèresevère, un padre severo, personal y autoritario, si es posible que aplique la mano dura, y que, arrimándose por este sesgo a la religión –siempre leal seguidora de estas corrientes-, provea de sentido a nuestras vidas. La añoranza del padre es, para Freud,  la base de la idea de Dios; para Lacan, la deriva inexorable de la estructura hacia la figura del SsS, que es el nombre de Dios en el YA. Freud imaginaba un sujeto prehistórico, anudando en él la condición subjetiva con el goce, -el goce de todas las mujeres-; Lacan propone un sujeto supuesto, no un sujeto al que se le supone un saber, sino un saber al que se le supone un sujeto. Restablecer entonces el lazo con el significante Amo, es hacerlo con lugares, S1, Amo, NP y no con la derivación subjetiva del decir que emana de sus enlaces ulteriores. El padre solamente en su desinencia vocativa, en el lugar al que interpelamos y que da señales receptivas del llamado, sin que no obstante se pueda esperar otra cosa que esa señal, pues si bien en ese sitio, o mejor dicho en lo que queda excluido de él, reside la condición de todo decir, el sujeto que deriva de ello es precisamente un sujeto del decir, no un decir del sujeto, tal como nos lo enseña la experiencia inaugural del Psicoanálisis, que nos pone en presencia de un decir sin nadie para decirlo y sin que ningún sujeto lo sepa.
Se proclaman últimamente frases como la “época del A que no existe”, sobre lo que deberían puntualizarse dos cosas: el que no existe es el A como sujeto, pero sí como lugar, como lenguaje, como tesoro del significante,  como saber, que por cierto es no-todo. Además, está el A que sí ex –siste radicalmente, el A del goce, o el goce Otro, viviente pero fuera de toda subjetivación posible.
                              Córdoba, abril de 2009.

Referencias bibliográficas

Allouch, Jean, “Perturbación en Pernepsy”, en Litoral N 15, Edelp, Cba, 1993.

Cabral, Alberto, “Lo nuevo y lo viejo en la clínica actual”, Secretaría científica               de APA, 15 de abril de 2008.

Freud, S. 1912, Tótem y tabú, AE, SE XIII.
                 1921, Psicología de las masas y análisis del yo, AE, SE XVIII.
                 1938 , Moisés y la religión monoteísta, AE, SE XXIII.

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                 1974, “El despertar de la primavera”, Intervenciones y textos 2, Manantial.
                 1974, Sem  XXI, Los no incautos se equivocan, inédito.
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“Después del padre…, mujeres, eres, ¿eres?”, 2as jornadas anuales                                      de Otro Lacan, Cba, 2006.



[1] En el francés coloquial “monnayer” (amonedar) vale también como “sacar partido”.