lunes, 20 de junio de 2011

“El padre declinado” por Enrique R. Torres



“La unidad en la diversidad, bendito    producto de la indolencia, solo se alcanza cuando, lejos de buscarla, uno tiene la sabiduría de no interesarse en ella”.
“Ostinato”, Louis René des Forêts.

En su Ética, comenta Spinoza que ninguno de los que de verdad aman a Dios debe esperar que éste le corresponda. Es el amor intellectualis Dei, o sea el que le quita a esa relación trascendente, por lo menos la mitad de su subjetividad.. Habiendo sido ya su referente juvenil, es a Spinoza a quien Lacan recurre para sostener con él su teoría del deseo desprendida de la tradición religiosa judía, y a una desteologización de la cuestión del mal. (1960,“Kant con sade”, Écrits, 1966; 1973, Sem, XI “Les quatre conepts…”, Seuil, 1973). Freud, por su parte, siguió una trayectoria que arrancando de la clínica y fundamentalmente del Edipo como eje mayor de esa misma clínica, culminó en la postulación de un padre portentoso, asesinado y devorado en un remoto e inhallable rincón de la prehistoria humana. (Tótem y tabú, 1912, AE, SE XIII). Empeñado en la persecución y el hallazgo de una causa -y causa no solo de las neurosis sino de la humanidad misma-, remontó la historia hasta recalar en ese protopadre, (proto, es decir primero), sin sobrepasar esa instancia sino ubicándolo en definitiva como el lugar de la causa, del origen, y también de la verdad, (“Dios no es una verdad material, es una verdad histórica” – Moisés y la religión monoteísta, 1938, SE, AE 23). El predicamento del Padre sobrevive aún, -pese a la degradación social y a las declinaciones que esa noción ha experimentado a través la enseñanza lacaniana-, donde se superpuso después al S1, presidiendo todavía el discurso del amo, condición de posibilidad del inconsciente freudiano, según lo estipulado en 1970 (Sem XVII, El revés del Psicoanálisis, Paidos, 1992). Por cierto que hay mucha distancia, que mucha agua ha pasado bajo el puente, al punto de que el puente entre Freud y Lacan se ha resquebrajado en varios tramos, y donde más grietas se le han abierto es precisamente en la cuestión del padre y otras derivadas de esa principal.

Al nombrar a esta ponencia “El padre declinado”, quiero indicar, además de su acepción gramatical, las declinaciones que la noción de padre ha sufrido a lo largo de la enseñanza lacaniana. Comienza con las versiones más bien socio-históricas que dan cuenta en el trabajo sobre la familia (1938, “La familia”, Argonauta, Bs As, 1978), del deterioro del papel del padre, tomado en ese momento como Imago, deterioro al cual Lacan le atribuye “la gran neurosis contemporánea”. Luego entramos en el período de más cercanía con Levi-Strauss, con quien comparte la idea de la decadencia de los dispositivos de transmisión de eficacia simbólica, para consolidar a comienzos de los ‘50 la función paterna como función simbólica, culminando en esa misma década en “el padre es un significante”( 1957-58, Sem. V, Les formations de l’inconscient, Seuil, 1998) y la metáfora paterna  (1958, ‘D’une question preliminaire…’, Écrits, Seuil, 1966), consagrándose definitivamente a partir de allí la designación de Nombre-del-padre, surgida por primera vez en 1953 (1953, ‘Fonction et champ de la parole…’, Écrits, Seuil, 1966). En adelante, esa función no abandonará ya su pertenencia simbólica, comandando desde ese registro las otras manifestaciones del triplicio lacaniano (padre simbólico, padre imaginario, padre Real), hasta operar al final del camino como el que precisamente marca la diferencia borromea de esos registros, hasta entonces equivalentes, por intermedio de su función de nominación, (Lacan, 1975, Sem XXII, RSI, inédito).

El resultado que acabo de evocar de una manera esquemática, es decir Freud coronando sus construcciones con esa figura terrible y amada del padre primordial como punto de partida y como referente histórico del Dios de los creyentes aunque negándole otra existencia que no fuera la del fantasma retrospectivo, no deja de contrastar con el recorrido seguido por Lacan, distinto y en ciertos tramos inverso: si Freud  permanece apegado a su método de explicar racionalmente a Dios y a la religión por el análisis del padre, en Lacan, y pese a que el recorrido es mil veces retransitado, parecería prevalecer la dirección inversa, es decir de Dios al padre, si tomamos al menos la convicción temprana de un “principio” regulador por encima de los personajes del drama y luego de la  comedia edípica, además de la prevalencia que en sus desarrollos tiene la terminología de origen religioso, más precisamente cristiana, y aún más, católica, empezando por la más famosa, el Nombre-del-Padre. Por discutible que sea esta afirmación, no deja de guardar congruencia con la sugerida por C. Soler, (“¿Qué se espera del psicoanálisis y del psicoanalista?”, Letra Viva, 2007) acerca de que si la obsesión de Freud sobre este tema era cómo es posible creer en Dios, en Lacan, inversamente, se trata de explicar cómo es posible no creer. Lo que para Freud es un fantasma, o, en sus palabras, una ilusión, para Lacan es un elemento de la estructura y en consecuencia, su emergencia, a título de SsS, es ineludible en todo proceso de subjetivación. Por cierto no se trata en ninguno de los dos de una profesión de fe ni de librarse a ejercitaciones teológicas –tema en el que Freud se muestra receloso como en todo lo referido a la filosofía, pero que Lacan aborda vivamente muchas veces, a tal punto que la cuestión, entre otras, de la Trinidad, le hace juzgar al cristianismo, y más especialmente al catolicismo, como la “religión verdadera”, ya que en ello encuentra una corroboración de que en su nudo borromeo, el Uno no es sin el tres (Sem XXII, RSI, 1975, inédito).
Se trata más bien de indagar nosotros en qué puntos estas cuestiones ‘trascendentes’, por así llamarlas, infiltran el tejido conceptual de estos autores en lo referente al padre. Pero sin buscar apoyo en lo que esas producciones conceptuales habrían abrevado de los conflictos personales o en las circunstancias biográficas de sus autores, como se ha intentado hacer tanto con Freud como con Lacan. Con éste, es conocida la tesis de E. Roudinesco, según la cual la cuestión del padre, tan trabajada, elaborada, revisada, corregida y tan fervorosamente sostenida y retocada por Lacan hasta el final, tendría su fuente –inconsciente y personal- en las considerables dificultades que él tuvo con respecto a su rol paterno, a la transmisión de su nom du père, (con minúscula y sin guiones, es decir, el apellido), etc. Aún más ridículas suenan las interpretaciones que en algún tiempo se oían correr acerca de que la pulsión de muerte había sido concebida por Freud como un derivado directo del duelo por la muerte de su hija Sofía, en 1919. No es que las incidencias de estas tychés fueran totalmente ajenas a la producción de los conceptos, sino que, perteneciendo junto con muchas otras a ese caldero insondable donde se gestaron, es ocioso perseguirlas hasta un recóndito resquicio personal, en vez de dedicarnos más bien a indagar qué hicieron los autores con esas ideas, y sobre todo, a ver el lugar y el grado de consecuencia que ellas tienen con el resto de sus teorías.

La primera baja de la noción de padre, como sugerimos que lo indica Spinoza, es la correspondiente a su condición de sujeto. Como nos hemos propuesto mantener al lado de su acepción corriente el término ‘declinación’ en su correlato gramatical, inusual en castellano pero vigente en otras lenguas así como en sus madres latina y griega, digamos que el primer caso es el nominativo, que corresponde al sujeto de la oración y responde a la pregunta ¿quién? Este caso, el nominativo, es pues el primer caído (redundancia incluída: casus: lo que cae) en el derrotero del padre en la enseñanza de Lacan, aunque ya dijimos que en sus primeros tramos esto es por lo menos discutible, sino directamente contrario. El Seminario I
(Lacan, 1953-54 :“Les écrits techniques de Freud”, Seuil, 1973) consagra una de sus úl   timas lecciones a sostener la esperanza de un reconocimiento pleno del sujeto por el A, como uno de los logros del fin del análisis en una “realización del ser”. Si el nominativo, el ¿quién? tiende a desaparecer en las declinaciones lacanianas del padre, no ocurre lo mismo con el 2º caso gramatical, el vocativo, que se usa para dirigir la palabra a alguien, y que cobra vuelo desde el Sem XVIII (1971“D’un discours qui ne serait pas du semblant”, Seuil, 2008), donde señala que el nombre como tal contiene la dimensión del llamado, la interpelación o invocación: “el nombre es lo que llama –pero a qué?-: es lo que llama a hablar(16.06.71). En este pasaje del seminario se establece la equiparidad entre el Falo y el Nombre-del-Padre, al tiempo que su diferencia, dependiendo esta última del resultado que se puede esperar de parte de estos dos significantes: uno puede “desgañitarse” (“l’appeler éperduement”) llamando al Falo: “él dirá siempre nada”, mientras que ante el llamado al N-del-Padre, “alguien se levanta para responder” (ibidem), lo cual no quiere decir que efectivamente responda, pretensión que caracteriza a la histérica: que no solo se levante, sino que además hable. Que el llamado llegue a alguna parte, que de ese lugar se emita algo así como un acuse de recibo pero no surja decir alguno, da cuenta nuevamente, y luego de diversas formulaciones y cambios sobre el N-del-P que no podemos detallar ahora, que éste se constituye como un puro significante, despojado nuevamente de su condición de sujeto.
Continuando con estas declinaciones del NP, encontramos luego el caso genitivo, incluido en la preposición ‘de’ en la fórmula misma de su designación: Nombre-del-padre. Mucho se puede decir, y ya se ha dicho, de este uso del genitivo en sus variantes de objetivo y subjetivo, y creo que esas consideraciones y desglosamientos podrían postergarse aquí en favor del uso del sintagma como un bloque significante unitario, tal como se puede ver por ejemplo en otras fórmulas como la de timor-Dei, temor-de-Dios, utilizada por Lacan con un valor equivalente al del NP (1955-56 Seminario III, Las Psicosis, Paidos, 1984). Sin embargo, forzando un poco el examen de ese sintagma a la luz de las indagaciones posteriores, podríamos descomponerlo, por lo menos para decir que el Nombre-del Padre, no es un padre, es un “Nombre de Nombre de Nombre. No de Nombre que sea su Nombre-Propio, sino el Nombre como ex – sistencia. O sea, el semblante por excelencia.” (1974, El despertar de la primavera, en Intervenciones y textos 2, Manantial). Se trata del NP en tanto se puede poner en plural, que no es nadie, que no tiene cuerpo, mientras que “el nombre propio es el nombre de goce de un ser”(C. Soler, op. cit.).


Y ya que con eso del temor-de-Dios volvemos a tañer la cuerda teológica, detengámonos un momento en los últimos párrafos del Sem XI, (1964, op.cit.), aquellos que han suscitado encendidas polémicas, sobre todo entre los filósofos allegados al discurso de Lacan, por la postura que éste adopta declaradamente en relación con Spinoza y Kant: Después de haber enaltecido al primero en la línea de lo que hemos recordado al iniciar esta presentación, o sea el amor intellectualis Dei, aquel del que no ha de esperarse ninguna correspondencia, admira la conclusión spinoziana del “campo de Dios reducido a la universalidad del significante, de donde se produce un desprendimiento sereno, excepcional, con respecto al deseo” (pág 247 de la edición francesa). Es decir un deseo que, aun ya sublimado en el terreno del amor, puede prescindir de la respuesta y de la presencia del otro, bastándole para desplegarse la invocación, el llamado, es decir la instauración significante del A y de su Ley , (N. del Padre), que es también la Ley del deseo. Pero inmediatamente afirma que esa posición no es sostenible, y declara que Kant es más verdadero. Creo que hay que entender esta elección  de Lacan sobre el trasfondo de haber doblado ya la cima de lo simbólico, haber vislumbrado su ocaso, y encarado, desde el año anterior, decididamente la ladera de lo Real. En efecto, lo que encuentra de más verdadero en Kant –aunque no es lo que puntualmente se señala en el pasaje que comentamos (Cf. “Ensayo sobre las magnitudes negativas”, citado en el mismo seminario)-, es que el filósofo de Königsberg distingue la “causa lógica” de la “causa real”, que atribuye a Dios, y a éste como “distinto” de lo generado por Él, el Universo. Es el punto en el que se separan el lugar del saber de un lado, y la función de la causa, del otro. Clara brecha entre lo simbólico y lo real, en ese final del XI es tomado por el sesgo del expurgue kantiano de todo lo imaginario que podría retenerse en su llamado “objeto patológico”, ese despellejar al objeto de todas sus capas sensibles, hasta  hacer  aflorar el corazón duramente simbólico del deseo, y seguir todavía mediante “el sacrificio y el asesinato”(ibidem) del objeto, hasta su fondo de deseo puro, que no es sino la emanación directa del objeto a. Inmediatamente retoma las condiciones que hacen posible una relación “vivible, temperada” entre los sexos, hallable solo al abrigo de “este medio que es la metáfora paterna” (ibidem). Recobramos aquí al Nombre-del-Padre como condicionante de las posibilidades del amor, y, dando un salto de 10 años, lo enlazamos con el final del Sem XX, (1973, “Encore”, Seuil, 1975, Paidos 1981), donde algunas definiciones en torno al tema del amor nos servirán como punto de referencia. Un primer abordaje, por lo imaginario, nos lo define como “lo que suple la ausencia de relación sexual”. Luego de una detención en la lógica modal, de lo contingente a lo necesario, Lacan retoma el tema del amor desde lo simbólico: “Todo amor encuentra su soporte en cierta relación  entre dos saberes inconscientes”, es decir ocurre entre dos sujetos del saber inconsciente; se trata “del reconocimiento por signos siempre puntuados enigmáticamente de la forma como el ser es afectado en tanto sujeto del saber inconsciente”. Pero esto es puesto a prueba por lo real: “No hay allí más que encuentro, encuentro en el partenaire de los síntomas, de los afectos, de todo cuanto en cada quien marca la huella de su exilio, no como sujeto sino como hablante, de su exilio de la relación sexual”(Págs 174, 175 ed. cast.).

He citado con algún detalle estas últimas apreciaciones de Lacan, porque en ellas se manifiesta el lazo estrecho entre el NP y el amor, de donde podríamos inferir que, unidos por ese nexo, la caída de la solvencia simbólica del Padre en nuestro presente marcará también las formas contemporáneas del amor. En realidad, es Lacan mismo quien explora esta derivación, especialmente en la sesión del 19 de marzo de 1974, del Seminario XXI “Les non dupes errent”,  “Los no incautos se equivocan” (inédito), donde comienza por decir que el amor tiene que ver con lo que ha aislado bajo el título de Nombre-del-Padre, a partir de la cuestión freudiana de la resolución o de la transformación del amor en identificación. (Freud, 1921,“Psicología de las masas y análisis del yo”, AE y SE XVIII), proceso que interviene en las fases resolutivas del Complejo de Edipo. Lacan vuelve aquí a interrogarse sobre lo que nos puede enseñar todavía ese complejo –y todavía quiere decir que algo de él debe haber quedado aun en pie después de las críticas que Lacan le ha destinado: “el cuentito del Edipo”, “el Edipo es el sueño de Freud”, etc.-, y el papel central que el Padre, ahora NP, ha desempeñado en él. Entonces, Lacan se libra allí a una demostración sobre la forma en que “se amoneda ese nombre. La expresión es muy singular, y creo que es la única vez -por lo que sé- que la emplea el vocabulario lacaniano. El término implica por cierto un sistema de intercambio, una traslación que pasa por la palabra de la madre, encargada de transmitir ese nombre (nom) por un no (non, n.o.n), lo que nos introduce, dice Lacan, en el fundamento de la negación y por esa senda conduce a la negación en la que todo hombre se afirma en su esencia fálica, fundándose en la excepción del Padre, en tanto que “proposicionalmente él dice no a esa esencia”. Es lo ya expresado en las fórmulas de la sexuación: existe un x que escapa a la castración, que dice no a la función fálica, lo que también podría decirse: existe uno para quien no hay función de atribución posible. Veamos como lo formula Lacan: “El desfiladero del significante por el cual pasa al ejercicio ese algo que es el amor, es muy precisamente ese Nombre del Padre que solo es no al nivel del decir, y que se amoneda en la voz de la madre en el decir no de cierto número de prohibiciones…”. (Los destacados me pertenecen).
  La vehiculización del NP en el decir de esa encarnación primordial del A que es la madre, si no totalmente nueva, no ha sido enunciada hasta aquí con tanta fuerza, ni trabajada en las consecuencias que la falsificación –por así decir- de ese amonedado puede traer aparejadas. En efecto, a renglón seguido Lacan hace un pronunciamiento referido a este momento de la historia, en el que el rebajamiento en la dimensión del amor obedecería al trueque, al truco, a la sustitución del NP por el “nombrar para…”, industria (crematísitca, numismática) en la que –agrega- la madre se basta por sí sola para designar su proyecto, para efectuar su trazado, para indicar su camino. “Ser nombrado para algo, he aquí lo que, para nosotros, en el punto de la historia en que nos hallamos, se va a preferir –quiero decir efectivamente preferir, pasar antes- (¡recuérdese aquí a Edipo frente a Layo!), lo que tiene que ver con el Nombre del Padre…(…) qué es lo que esta huella designa como retorno en lo real, en tanto que el NP está forcluído, rechazado, Verworfen, forclusión de la que dije que era el principio de la locura..? ¿no es este nombrar para el signo de una degeneración catastrófica?”.

Esta fuerte afirmación lacaniana puede sin duda ser matizada con precisiones ulteriores, pero en virtud de dar de lleno en el tema que nos ocupa aquí, cederemos a la tentación de compararla con la de “La familia” (op’. cit) de 25 años antes, cuando responsabilizaba al desgaste de la Imago paterna por la “gran neurosis contemporánea”, y plantearnos si a esta degeneración catastrófica basada en la forclusión social del NP, correspondería algo así como la “gran psicosis contemporánea”.  Sería sin duda abusar de las categorías clínicas, pero eso no obsta para que intentemos sacar de ahí algún partido, amonedarlo.[1] Nos valdremos para ello de la valuta que nos pueden brindar las estructuras discursivas, y entonces rápidamente nos orientamos a ubicar esta erosión de la función paterna como un sucedáneo del discurso en el que se mueve el amo moderno, o sea el discurso universitario, (o en el que poco más tarde se enunciará como esa torsión del discurso del amo bajo la designación de   “discurso capitalista”). En efecto, a él remite Lacan en el Seminario citado (Sem XXI, cit), cuando en ese “nombrar para”, menciona la búsqueda de títulos universitarios, mención de la que no se salvan los analistas, ni siquiera los de su propia escuela, con sus títulos de AME o AE, como ejemplos palmarios de esta forclusión del NP en el campo social.
Esa búsqueda de títulos no está orientada por un deseo de saber, pues no existe un deseo de saber que no sea un deseo atribuido al A, en tanto que ubicado por el A “como un instrumento de poder”, (ibid, 9 de abril del ’74). Se trata entonces de una identificación al deseo del A, lo cual nos ubica, ya desde Freud (1919, op. cit.) con el “contagio psíquico del internado de señoritas”, en el campo de la histeria, sin excluir de esa estructura, hasta aquí por lo menos, muchas de las variantes actuales en que suele presentarse, particularmente la anorexia y especialmente entre las adolescentes contagiadas copiosamente por los medios de difusión. En los últimos tiempos se sugiere desde distintas corrientes del Psicoanálisis, incluyendo algunas lacanianas, la insuficiencia de las categorías, llamémosle clásicas, en las que le sería dado al sujeto, al ser-hablante, constituirse en el mundo del lenguaje, es decir, neurosis, perversión o psicosis, como “ordenes del sujeto” (Lacan, 1958, op. cit). En relación con el NP, diremos esquemáticamente que en la neurosis hay una semiplena vigencia, ya que en ningún caso esa función sortea una imposibilidad que le es estructural: la de dar cuenta completamente del goce que le escapa y que pervive en el síntoma. Esta estructura corresponde –en cuanto a sus configuraciones más puras-, a la época en que sus formas fueron establecidas por Freud como histeria y obsesión. Es la fase del capitalismo liberal o industrial, en la que la vigencia de la moral protestante imponía un ideal de renuncia, que Freud supo elevar a la condición necesaria de toda empresa civilizadora posible, es decir la renuncia pulsional, (“Triebverzicht”, 1930, El malestar en la cultura, AE y SE XXI), o renuncia al goce, con la consecuente renuncia al cuerpo y a la sexualidad bajo el imperio de la represión exigida por un poderoso ideal. Pero el desgaste de la función simbólica tracciona consigo el predicamento de los ideales, o sea de los significantes Amo, S1, con el consiguiente desdibujamiento de esos procesos identificatorios que para Freud representan el basamento neurótico del lazo social, y con él, el aprovisionamiento de sentido con el que paliar las embestidas de lo real-traumático. La merma  de la función paterna en estos casos, alcanza para entender los observables clínicos en pacientes cuya queja neurótica de fondo, se tiñe , o más bien se destiñe, con esa sensación de sin-sentido o de vacío,  sin que sea necesario suponer una descomposición del discurso del Amo, aún vigente aunque igualmente desteñido. Discurso del Amo que no solo sostiene la estructura en el marco de las neurosis en su calidad de “condición de posibilidad del inconsciente freudiano”, sino que “constituye el fundamento de la posibilidad misma de la ayuda que nosotros aportamos mediante la interpretación”,(Lacan, 1970, 0p.cit.).
No es fácil establecer la posible correspondencia entre la declinación de la función paterna y las estructuras restantes, es decir, la perversión y la psicosis, pues en aquella la función se sostiene como tal aun cuando solo se la invoque para el desafío o para la afrenta, mientras que en la psicosis está directamente dada de baja, forcluída. Es más bien por la indagación de los discursos en juego como podemos dar cuenta de las modalidades de la clínica que parecen prosperar en nuestro tiempo, sin que nos veamos obligados por el momento, a desechar las categorías clínicas clásicas delineadas por Freud y fundamentadas por Lacan.
La prevalencia del discurso universitario y otro subproducto, el llamado discurso capitalista, nos permiten  apreciar, en el despliegue de sus fórmulas, que la caída del S1 bajo la barra, en el primero por la elevación a la dominante del saber, S2, y en el segundo por la torsión operada en el discurso del Amo, despega esencialmente al significante Amo del sujeto, $,

S1     S2             S2      a                             $_    S2

 $   //  a                         S1  // $                             S1 //  a              
 Amo                           Univ.                                 Cap.

En el discurso capitalista por el derrocamiento del S1 bajo la barra y la inversión en la dirección de las flechas que los conectan, de manera que el $ deja de estar expuesto al S1, posicionamiento del cual depende el afecto de la vergüenza, o bien, cuando esa conexión se ha interrumpido, su inversión, o sea la desvergüenza o la obscenidad a la que asistimos crecientemente en nuestro tiempo. El mismo desenganche y con el mismo resultado, se opera en el discurso universitario, en este caso por la disyunción (notado en //) entre el lugar de la verdad, aquí S1, y el de la producción, aquí $. (Lacan, 1970, Sem XVII, op. cit., citado por Cabral Alberto en “Lo nuevo y lo viejo en la clínica actual”, Sec. Científica de APA, 15.04.08).
El debilitamiento del Padre alimenta a su vez la inflación imaginaria narcisista, con su correlato de agresividad exaltada hasta el paroxismo en actos transgresivos o antisociales, cuya violencia inusitada da cuenta de un retorno de goce que no se justifica en otra cosa que en su propia realización, despojado, en la desvergüenza, de todo disimulo neurótico, desprovisto, en el cinismo, de los S1 desaparecidos del horizonte social.
Por último, la socavación del NP observable en el discurso capitalista por el arrastre del significante amo bajo la barra, y el circuito infernal  que declara la falta del sujeto como falta imaginaria y lo endulza con el menú proliferante de objetos que pone la tecnociencia a su disposición, soborno vertiginoso con el que promete colmarla, nos hace entendible el empuje generalizado a la adicción con el que nos vemos en nuestra consulta u observamos simplemente en nosotros mismos y en la sociedad. 

Si estas reflexiones sugieren la importancia de restablecer de alguna manera el lazo regulador con el significante amo, equiparado en este recorrido al NP, no se nos escapa que esta formulación, que seguramente compartimos, es demasiado general como para poder extraer de ella alguna indicación más precisa, no solo para nuestras intervenciones como analistas sino para nuestra lectura de los hechos sociales y políticos que vivimos. Porque podría desprenderse de todo eso que haría falta un movimiento de restauración, en el sentido político y reaccionario del término, esa orientación o sueño predilecto de las derechas que perseveran por la vuelta de un pèresevère, un padre severo, personal y autoritario, si es posible que aplique la mano dura, y que, arrimándose por este sesgo a la religión –siempre leal seguidora de estas corrientes-, provea de sentido a nuestras vidas. La añoranza del padre es, para Freud,  la base de la idea de Dios; para Lacan, la deriva inexorable de la estructura hacia la figura del SsS, que es el nombre de Dios en el YA. Freud imaginaba un sujeto prehistórico, anudando en él la condición subjetiva con el goce, -el goce de todas las mujeres-; Lacan propone un sujeto supuesto, no un sujeto al que se le supone un saber, sino un saber al que se le supone un sujeto. Restablecer entonces el lazo con el significante Amo, es hacerlo con lugares, S1, Amo, NP y no con la derivación subjetiva del decir que emana de sus enlaces ulteriores. El padre solamente en su desinencia vocativa, en el lugar al que interpelamos y que da señales receptivas del llamado, sin que no obstante se pueda esperar otra cosa que esa señal, pues si bien en ese sitio, o mejor dicho en lo que queda excluido de él, reside la condición de todo decir, el sujeto que deriva de ello es precisamente un sujeto del decir, no un decir del sujeto, tal como nos lo enseña la experiencia inaugural del Psicoanálisis, que nos pone en presencia de un decir sin nadie para decirlo y sin que ningún sujeto lo sepa.
Se proclaman últimamente frases como la “época del A que no existe”, sobre lo que deberían puntualizarse dos cosas: el que no existe es el A como sujeto, pero sí como lugar, como lenguaje, como tesoro del significante,  como saber, que por cierto es no-todo. Además, está el A que sí ex –siste radicalmente, el A del goce, o el goce Otro, viviente pero fuera de toda subjetivación posible.
                              Córdoba, abril de 2009.

Referencias bibliográficas

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[1] En el francés coloquial “monnayer” (amonedar) vale también como “sacar partido”.

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