martes, 12 de julio de 2011

Angustia, duelo y sublimación. Relaciones entre el duelo y la pintura de Giorgio de Chirico Carlos Weisse



    Ya en 1915 Freud había definido al duelo como la reacción normal frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción equivalente.  En cambio para referirse a la angustia usó la noción de  respuesta o reacción frente al peligro de la pérdida del objeto de la satisfacción: la madre.
    ¿Por qué el duelo duele? Se pregunta. Entonces lo que va a  introducir para explicar dicho  dolor es el hecho consumado de la  separación del objeto, es decir la pérdida reconocida del mismo. Reconocer el dolor abre la posibilidad de nominar al objeto de que se trata e iniciar el trabajo de duelo.  El dolor es entonces el sentimiento que funciona como la señal de que se ha abierto el espacio simbólico que permitirá  nombrar y simbolizar lo perdido.
    La angustia en cambio, remite a una amenaza, una sensación de peligro inminente que se traduce en una experiencia de desamparo que desencadena  una situación traumática, esto es lo mismo que  decir que se produce una acumulación de excitación que no se puede descargar, por eso Freud remitía este hecho a la pérdida del objeto protector.
    Lacan enfatiza la dimensión de la angustia como reacción ante el deseo del Otro,  la invasión de Otro devorador que amenaza arrasar al sujeto y que implica la aparición de lo real,  de aquello que no se puede simbolizar pues está más allá de lo concebible.  En estas circunstancias  hay un predominio desbordante del objeto fantasmático, una hiperpresencia agobiante, que en ocasiones llega a la aparición de lo que vulgarmente se entiende como  un fantasma o  espectro, generando un sentimiento  persecutorio que a veces impide el inicio de un duelo, en el sentido de experimentar el dolor de la pérdida.
    Si el duelo  implica un agujero en lo real que moviliza todo el orden simbólico, puesto que la desorganización momentánea de la estructura pierde la localización de la falta y el sujeto colocado en  un lugar de privación  manifiesta su dolor. Esto se realiza  más como puesta en escena que como un síntoma. ¿Qué quiere decir esto? Que se monta una escena donde se representa el dolor, o que aparece una acting- out, o un trastorno psicosomático es decir es una situación donde predomina lo imaginario pero todavía no ha comenzado a funcionar el registro simbólico y la sustitución simbólica
    Tal como lo plantea Lacán, La pérdida más bien pone a prueba la capacidad que tiene el sujeto para disponer de la falta en el  sentido de movilizar  los recursos simbólicos e imaginarios para estabilizar la estructura ante aquel embate de lo real.  Frente a esto nada puede anticiparse, está inerme, desamparado,  todo el orden simbólico se conmueve y se desordena.
    En la realidad del mundo del sujeto hay múltiples objetos pero sólo la pérdida de algunos ocasiona un agujero en lo real. Si la castración es la operación fundante y la máxima expresión de la falta en el registro simbólico, el agujero que provoca una pérdida real envía al sujeto a un lugar de privación. Este lugar se experimenta entonces como un mundo devastado en el que se ha perdido el sentido y desde el lugar de esa vivencia permanece impedido de localizar la falta, pues la pérdida se experimenta como falta de sentido de todo el mundo.
    Así describimos un primer tiempo del duelo: frente a la pérdida en lo real la primer respuesta es la renuncia a aceptarla, la renegación, el sujeto está en una posición privada y  sin recurso para quedar representado en la cadena significante (caída de sentido del mundo), por eso se muestra una escena en el orden del fenómeno, por cancelación de la llamada “prueba de realidad”. Esta cancelación promueve fenómenos diferentes del síntoma pero dentro de la estructura de las neurosis, se trata de forclusiones parciales y creemos mas pertinente, por considerarlos en la estructura de la neurosis estimarlos como fenómenos renegatorios.   
    Lacan basa el extravío del deseo del príncipe Hamlet y la postergación del acto a un rebajamiento de los tiempos del duelo por la muerte del padre: el asesinato de Claudio que lo llevaría a reinstaurar su lugar en el linaje entra en una postergación indefinida. Por esto define a la aparición del fantasma del padre como una alucinación pero producida por un mecanismo opuesto al de la psicosis, tributario en cambio de la renegación.
    Si bien los mecanismos de renegación y de forclusión son susceptibles de producir alucinaciones pero la diferencia consiste en lo siguiente: cuando se trata de la estructura de la psicosis  lo rechazado en lo simbólico –nombre del padre- reaparece en lo real, y se expresa en la alucinación. En cambio cuando rige el segundo mecanismo (la renegación) como es el caso del duelo, en el que el agujero en lo real provoca una pérdida en la existencia,  conmoviendo así todo el sistema simbólico los fenómenos alucinatorios deben ser entendidos como equivalentes fantasmáticos.
    El sujeto en duelo, privado de disponer de la falta sufre una vacilación fantasmática, y en tanto la relación del  sujeto con el significante necesita de la estructuración del deseo en el fantasma observamos que cuando éste se conmueve se desorganiza la estructura de localización de dicha falta y así lo que falta en lo real aparece en lo imaginario. Aquellos que nos consultan por duelos detenidos en sus tiempos de tramitación relatan a veces  que hay una ausencia casi plena del registro de “ese antes y ese después” que una perdida significativa ocasiona .Por eso,  es preciso que en el  análisis el enunciado de una pérdida dolorosa se registre, es decir que se pueda nombrar lo que se ha perdido.
     Freud coloca en el límite de esta manifestación a una entidad que linda con la psicosis, la amencia de Meynert o psicosis alucinatoria de deseo. El fenómeno de la alucinación se presenta como salida para retener el objeto, el precio es el apartamiento de la realidad. Pero aparecen también, y es Lacan quien lo expresa, fenómenos de acting-out  y de pasaje al acto, (como, por ejemplo, el suicidio) como modo de defensa frente a la angustia.    
    Podríamos decir que para estar de duelo, en primer lugar hay que localizar la falta, nombrarla, aceptar que algo se ha perdido. Ya sabemos el lugar esencial que los ritos funerarios tienen en todas las civilizaciones, como un modo de constatar e inscribir la muerte de un ser querido por sus deudos.
    Sin embargo no se trataría únicamente de saber a quien se perdió, sino qué se perdió con la pérdida del objeto, qué  tipo de pérdida le hace agujero a lo real del sujeto. Lo esencial es si en los comienzos de la estructura del sujeto se operó  un duelo particular: aquel en que el objeto se construyó. En algunos sujetos sucede que frente a cualquier pérdida que implica una sustracción amorosa no puede ponerse en marcha  el duelo y sucumben a la melancolía.
    El segundo tiempo comprende estrictamente al trabajo de simbolización que implica un alto gasto de energía, de investidura y de tiempo. Se ejecuta pieza por pieza y conlleva un displacer doliente. Este movimiento permite ir aceptando que el objeto amado investido libidinalmente ya no está, es el examen de la realidad que posibilita que se retire la libido adherida al objeto, ya que no hay matriz ni perspectiva ni sensorial que corresponda al anhelo.
    El empantanarse en este tiempo del duelo, con tropiezos para avanzar y atravesarlo es lo que hace frecuentemente que un duelo se torne patológico y que revista características propias de la melancolía o que de lugar a reacciones maníacas. Desde la presentación fenomenológica no es inmediatamente evidenciable tal distinción por eso nos parece apropiado basarnos en la disposición estructural respecto de la falta instituyente. Este será un indicador que dividirá las aguas entre un duelo que derive en una reacción normal, o que, en el mejor de los casos permita extraer de su dolor una marca creativa,  de aquel otro duelo que por tratarse de una estructura melancólica tiene sumamente obstaculizada dicha vía.
    Entonces la melancolía, o en ocasiones el duelo melancolizado, en ese desesperado intento de separarse del agobiante peso del objeto, puede llegar a producir el único acto eficaz a tales fines: el suicidio. Es el triunfo del objeto cuando no fue concebido como perdido, situación opuesta a la que Freud propone precisamente para culminar el trabajo del duelo –y que constituye un tercer tiempo- en  el que el sujeto está en una posición activa a través de la cual  puede consumar por segunda vez la pérdida, asesinando al objeto, matando al muerto o, en otras palabras, perdiendo en lo simbólico lo que ya había sido perdido en lo real.
    Este movimiento que Lacán llama la segunda muerte, permite la modificación de los lazos con el objeto perdido, la separación y el investimiento libidinal de otros objetos sustituyendo al ausente. Se produce de esta manera una recomposición significante con respecto a lo perdido que permitiría culminar el trabajo del duelo. En oposición al primer tiempo, ahora el sujeto puede declarar perdido al objeto y así apaciguar la cólera generada en el yo; de este modo la libido queda nuevamente disponible para investir otros objetos sustituyendo al perdido.
    Pero sería  ingenuo pensar que el objeto por el que estamos de duelo es sustituible .Quien está de duelo efectúa su pérdida suplementándola  con un pequeño trozo de si, estatuto sacrificial del duelo que se manifiesta con las formas más diversas de expresar y manifestar el dolor.
    El duelo sería la ocasión de subjetivizar la pérdida, o sea elevarla a la categoría de falta. La función del duelo no sería el cambio del objeto, sino la transformación de la relación del sujeto con el objeto fantasmático y con la falta que éste obtura. Avanzar en el trabajo de duelo implicaría suplantar, con un trazo nuevo, sacar a relucir un rasgo propio, creativo, allí donde ya no reina el brillo del objeto ni aplasta el peso de su sombra. Es como un cenotafio erigido sobre una cicatriz del yo. Con ese borde de lo real, la marca que aporta el duelo  permite componer una estructura diferente en la medida que vuelve a delimitar la estructura de agujero al cual rodea la pulsión. Una función que está estrechamente ligada al acto de nombrar, de producir, de gestar un nombre para aquella incógnita inconmensurable que la muerte implica para un sujeto.
    Podemos ahora poner en relación en primer término la angustia y el duelo, tomando el duelo en tanto y en cuanto dolor. La angustia es la hiperpresencia agobiante, el íncubo y el súcubo, el fantasma de Hamlet, la mirada fija del hombre de los lobos, es la espantosa certidumbre que agobia. Es por lo tanto la falta del agujero, aquello que debería estar vacío aparece ocupado por una presencia siniestra y agobiante que aplasta.
    Lo contrario de la angustia es el dolor desencadenado por una pérdida reconocida desde lo simbólico en lo real del sujeto. Duelo y angustia se presentan así en una relación inversa. Si durante el transcurso de un duelo aparece angustia es porque está dando cuenta de una falla en su elaboración (falla que no siempre es patológica, pues es común en las pérdidas recientes), y esta falla  lo que se revela es la sombra del objeto, la presencia fantasmática agobiante que tapona dicha ausencia. El dolor en cambio es un índice de que el proceso de simbolización de la falta está en marcha  y que se está en el camino de reconocer la ausencia del objeto, separando la libido de cada recuerdo.
    ¿Donde vendría entonces a articularse la sublimación? En el punto mismo de la cicatriz y de la pérdida de si. La sublimación es la expresión máxima de que el objeto es insustituible y por lo tanto se abre la posibilidad de  una nueva inscripción, dicho de otra manera,  la creación de un idiolecto que signifique  que ese objeto desaparecido sin remedio, sea simbolizado en un nuevo idioma, en un dialecto propio que implique un acto creativo y al mismo tiempo de cuenta de su borde, contorneado por la pulsión,  nombrando ese borde de una nueva manera y constituyendo de esa forma el significante de su falta. Podríamos decir que la sublimación es la expresión más fehaciente de un duelo logrado, un efecto del cambio de estructura y de la posición del sujeto y del objeto en el fantasma, una nueva experiencia y simbolización de la falta.
    Esto no quiere decir de ninguna manera que la sublimación sea el único desenlace adecuado de un duelo, pero aquí nos gustaría introducir una pregunta: ¿si la culminación de un duelo es la retracción de la carga libidinal del objeto perdido y su desplazamiento a otro objeto  es posible hablar de un duelo logrado? ¿No hay algo de alivio maníaco en la suplantación de un objeto por otro,  si deja incólume la relación con el objeto tal cual se daba antes de la pérdida? ¿En ese caso, no debería considerarse también un duelo relativamente fallido basado en un cierto sesgo fetichista la entronización de un nuevo objeto aunque la fenomenología del duelo desaparezca?
    A modo de ilustración de las reflexiones que anteceden queremos presentar un ejemplo tomado del  arte. Se trata del pintor Giorgio de Chirico, creador de lo que posteriormente fue dado en llamarse Pintura Metafísica. Sucintamente daremos algunos datos para ubicar la cuestión que nos ocupa: el padre de Giorgio había fallecido a los 17 años, de acuerdo a su autobiografía y a sus biógrafos, comenzó a padecer de trastornos intestinales y estados depresivos que interpretamos como un duelo melancolizado. De Chirico había demostrado talento para la pintura  desde su temprana infancia, sus primeras pinturas se ubicaban dentro de la corriente simbolista  correspondiente a  la orientación de su maestro Böcklin. Una tarde de 1910, a los 22 años de edad  De Chirico estaba convaleciente de uno de sus estados depresivos con trastornos intestinales. Se encontraba en la piazza de la Santa Croce y tuvo una revelación  a la manera de una epifanía, le pareció que la plaza estaba convaleciente como él y se le presentó la idea de un cuadro que iba a inaugurar uno de los movimientos más importantes de la pintura contemporánea: la pintura metafísica. El cuadro se llamó Enigma de una tarde de otoño y en él, ocupando un lugar central se encuentra una estatua con un pedestal cuyas siglas son G.C. es decir la sigla de su nombre. El cuadro respira angustia y pesar (representados por dos pequeñas figuras dolientes en un costado de la tela). Postulamos que el cuadro es una puesta en escena, una forma de simbolización del duelo que pudo ser retomado y relanzado a través de una serie que se llamó Plazas de Italia.  Consideramos que esta obra es un buen ejemplo de la relación entre duelo y sublimación e instala, en este caso particular,  lo que podríamos llamar el escenario pictórico del duelo.

El escenario pictórico del duelo

    La convalecencia de la que nos habla Giorgio en sus memorias se refiere a una crisis depresiva, agravada por un malestar físico consistente en severos trastornos gastrointestinales tal como él mismo lo cuenta en sus memorias:” En Florencia, mi salud empeoró; pintaba a veces cuadros de pequeñas dimensiones; había pasado el período bökliniano y había comenzado a pintar cuadros en los cuales trataba de expresar aquel fuerte y misterioso sentimiento descubierto en los libros de Nietzsche: la melancolía de las bellas jornadas de otoño, de tarde, en las ciudades italianas”.
    La crisis depresiva que está  relacionada temporalmente con la apertura del mundo metafísico está, a nuestro entender en conexión con la mencionada  muerte de su padre ocurrida cinco años antes, cuando Giorgio tenía 17 años, creemos que la muerte de su padre desencadenó una intensa situación traumática expresada por una vivencia de desamparo en nuestro pintor que quedó asociado a una angustia de muerte.
    Esta situación traumática se tradujo en un congelamiento del proceso del duelo que detuvo su elaboración durante todo ese tiempo y recién a los 22 años se expresó en un estado depresivo severo del cual es posible que haya sido ayudado a salir gracias a la capacidad simbólica  que le posibilitó la adquisición de una estructura significante de carácter plástico.
    Cuando hablamos de estructura significante de carácter plástico nos referimos a signos icónicos donde cada uno adquiere significación en relación a los demás pero referidos a su historia, cuyo texto podemos abordar en base a documentos escritos de puño y letra de su autor y de sus biógrafos. Estos signos confieren a la escena pictórica la característica de una narración mítica en la iconografía de De Chirico.
    Su padre, Evaristo, era un ingeniero ferroviario italiano y había sido contratado por el gobierno griego para la construcción de la red ferroviaria de Tesalia, por ese motivo Giorgio nace en Volos, Grecia,  el 10 de julio de 1888. Mas tarde la familia se traslada a Atenas donde el padre realiza la construcción de la línea ferroviaria Atenas-Salónica. Tanto su padre como su madre, Gemma Cervetto apoyan la pasión de Giorgio por el arte.
    En Volos toma sus primeras clases de dibujo con el pintor griego Mavrudis, un joven empleado ferroviario, quien le transmite el amor por la técnica. Luego en Atenas estudiará con Carlo Barbieri y con el pintor suizo de ruinas antiguas Jules Luis Gillieron. Su padre muere en mayo de 1905, Giorgio sigue estudiando en el politécnico y en 1906 la familia se traslada a Munich.
    Munich es uno de los centros de irradiación artística de Europa allí nuestro pintor asiste a la Academia de Bellas Artes donde es admitido el 27 de octubre de 1906. En esta ciudad toma conocimiento tanto de la pintura de Arnold Böklin como de la obra de Friedrich Nietzsche. En el verano de 1909 se traslada a Milán a la calle Petrarca y en octubre realiza un viaje a Florencia y a Roma. En este período Giorgio pinta sus primeros cuadros bajo la influencia del simbolismo centroeuropeo y especialmente del pintor suizo Arnold Bocklin. Munich, centro irradiador de cultura en esa época ofrece influencias no sólo simbolistas sino también modernistas y de un incipiente expresionismo.
     Allí Giorgio lee  a Schopenhauer además de Nietzsche.  Llegamos así a 1910 y a la pintura citada como el primer cuadro metafísico que inaugura la serie de las plazas de Italia, es El enigma de una tarde de otoño. Pintado en Florencia durante el otoño de 1910, esta pintura se aleja definitivamente del simbolismo bökliniano y se interna en el enigma que es para el artista esa vivencia de extrañamiento que, en medio de su convalecencia, lo asalta en la plaza de Santa Croce.  
    En esta obra la monumental basílica de Santa Croce queda  reducida a una pequeña iglesia blanca, iluminada por una luz clara, en el lado izquierdo del cuadro que semeja más un templo griego, con dos columnas sosteniendo el arquitrabe que una iglesia católica. A la derecha del edificio se extiende un muro mas bajo y de color marrón que existe efectivamente y que circunda el claustro de la Capilla de los Pazzi. En el extremo derecho se vislumbra una columna dórica, formando parte al parecer de un edificio que huye del cuadro. La iglesia tiene en el costado derecho, como la entrada de un convento, una abertura rematada por un arco y que carece de puerta. Tanto la puerta central de la iglesia como la que describimos anteriormente carecen de puertas y presentan en cambio cortinas negras colgadas por medio de argollas de un barral que atraviesa el tercio superior de dichas aberturas. Detrás de ambas puertas se deja ver por la abertura que queda por encima de las cortinas el cielo, como si el todo fuese solamente un decorado cinematográfico, o una ruina de la cual sólo ha quedado la fachada, en los dos casos la cortina presenta un contraste absurdo.
    Detrás del muro marrón asoma la punta del mástil de una nave con sus velas henchidas al viento, como si el muro escondiera un puerto y no un convento. En el centro de la plaza observamos una estatua blanca sobre un alto pedestal sobre el cual se encuentra la estatua de una figura de espaldas, envuelta en un manto y con el torso levemente rotado, el manto cubre incompletamente el torso dejando ver sus hombros desnudos y su brazo derecho partido que parecería haberse apoyado originariamente sobre un tronco de árbol también partido, que se halla a su lado sobre el mismo pedestal. En la cara anterior del pedestal, grabado en la piedra encontramos dos letras G.C. que obviamente no podemos dejar de asociar con Giorgio de Chirico. Esta estatua no es la del Dante que efectivamente se encuentra a un costado de la iglesia de Santa Croce, monumento en el cual figura un tronco de árbol sobre el cual la figura apoya el brazo, tampoco el manto es similar al de la escultura de Dante. Tanto el manto como la pose de la estatua nos recuerdan la figura de Ulises en "Ulises y Calipso" de Böcklin. A ambos lados del pedestal dos bocas aparentemente de metal dejan caer cada una un chorro de agua que cae en una base colectora a modo de fuente.
    A la derecha y debajo del monumento, dos figuras muy pequeñas, un hombre con barba y  hábito franciscano y una mujer con una túnica y en actitud afligida quien se cubre la cara inclinada con la mano izquierda mientras pasa su brazo derecho sobre los hombros del monje en actitud de consuelo generan una atmósfera de aflicción y lúgubre melancolía.
    Las sombras que arrojan y los personajes y los objetos (sobre todo la estatua y el edificio de la derecha del cuadro del cual solo se ve la columna y la sombra del mismo) son alargadas como sólo se podrían ver en el amanecer o el crepúsculo, aunque la oscuridad del cielo hace pensar preferentemente en este último.  Pero además las sombras de la estatua y los personajes son asimétricas en relación a la del edificio de la derecha como si las fuentes de luz se multiplicaran. El muro de ladrillos también genera un efecto enigmático por los dos techos de casas y  el velamen de  barco sugiriendo la idea de llegada o partida.
    De la descripción del cuadro tomaremos  sólo aquello que puede ilustrar la imaginería del duelo. Lo primero que se destaca desde este punto de vista es la estatua que se encuentra en el centro de la plaza y en cuyo pedestal se encuentra grabada la sigla del nombre del pintor. Es plausible la idea de que la estatua tiene que ver con la representación que el autor tiene de si mismo,  por eso lleva su sigla, pero al mismo tiempo, en la medida que es un monumento conmemorativo alude a alguien ausente. Por otro lado el monumento realmente existente en la plaza es el cenotafio de Dante Alighieri, cenotafio que denota la culpa colectiva de Florencia al revelar en la ausencia de sus restos,  la expulsión de su seno de uno de sus hombres más  ilustres.
    Es posible entonces que la estatua represente la identificación de Giorgio con su padre muerto, identificación que se instaura en el yo frente a la pérdida del objeto. Esta identificación implica una negativa del yo a dar por perdido al objeto conservándolo entonces en sí mismo, asumiéndose el propio yo como el objeto del que se trata. Este objeto perdido es para el artista su padre muerto durante su adolescencia y por el cual su duelo ha quedado detenido durante mucho tiempo.
    Freud había acuñado la frase  “la sombra del objeto cae sobre el yo” para ilustrar que el yo es invadido por el objeto, es más, se convierte en el objeto mismo y así atrae sobre si todos los sentimientos que correspondían en vida a dicho objeto: si el amor está representado por la identificación,   queda libre el odio que se libera en forma de autoagresión. Una forma de autoagresión es la depresión acompañada a veces de trastornos físicos y creemos que la dolencia que aquejaba al artista pertenecía a este orden de fenómenos.
    Pero además el tema de la sombra tiene en su pintura una presencia verdadera y ominosa, una sombra alargada que parece agigantar la figura del monumento de piedra como  testimonio terrible. Sumada al tema de la  partida (cuyo paradigma es Ulises y la partida de los argonautas) presente en la pintura a través de un  barco que asoma detrás del muro.  Metáfora de la muerte expresada además por las dos figuras dolientes, pequeños testigos en el cuadro de un hecho doloroso cuya presencia no se ve a primera vista.
    La pintura está así organizada como un acertijo, como un mensaje cifrado a la manera del lenguaje de los sueños, una dimensión onírica que nos coloca frente a una escena desolada, una puesta en escena del estado subjetivo signado por un duelo congelado durante mucho tiempo y que mediante esta puesta en escena puede relanzarse y seguir su elaboración como se verá en su obra posterior.
    La puesta en escena del duelo a través de este  objeto pictórico implica un rasgo propio, un estilo o  idiolecto original que eleva el objeto a la dignidad de la cosa, en tanto permitirá ir matando al muerto y conmemorarlo y también el testimonio de que algo propio murió para siempre con ese muerto.

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